JUAN PABLO MOGROVEJO ( D´Wolf)
(AZOGUES)
Nombre: Juan Pablo Mogrovejo
Fecha de nacimiento: 22 de julio de 1977
Dirección electrónica: http: la.kbzuhela.blogspot.com
E mail: reader_forever@hotmail.com
Miembro fundador y activo del Grupo de Creación Literaria: La.Kbzuhela
Nació en Azogues. Estudió en la Universidad Central del Ecuador, en la Facultad de Filosofia.
“El hecho de escribir te lleva a renunciar a ese yo que quiere sobresalir, para que pueda aparecer ese: “yo quiero decir”. Este es mi caso. Escribir ha sido una experiencia en el buscar, de hecho, quien crea que un escritor tiene la verdad se equivoca inmensamente, un escritor (de haber una escala de quienes han encontrado la verdad) es quien más la busca y menos la encuentra. De ahí nace D. Wolf, personaje ficticio como su obra, que busca dentro de si, que escribe sin temor a equivocarse, porque, la verdad hasta ahora no ha sido encontrada” J.P. MOGROVEJO
Publicaciones:
Ø REVISTA: LA.KBZUHELA
Proyecto editorial literario la.kbzuhela
Año: 2006
Ø Libro de Cuentos: “KALEIDOSCOPIO: Iris y Retina”
Editorial: Drugos de la Naranja
Año: 2008
Proyecto editorial literario la.kbzuhela
Ø Selección narrativa: "LUZ LATERAL"
Editorial: Casa de la Cultura Ecuatoriana
Año: 2008
Proyecto editorial literario Talleres de la Casa de la Cultura Ecuatoriana
Libros a publicarse:
Ø Investigación: “POETAS CALLEJEROS, VERSIÓN ECUADOR”
Editorial: Drugos de la Naranja y K-oz editorial
Año: 2008
Proyecto editorial literario la.kbzuhela y k-oz editorial
Ø COMPILACIÓN DE CUENTOS: “KALEIDOSCOPIO II”
Editorial: Casa de la Cultura Ecuatoriana
Año: 2008
Proyecto editorial Palabraimagen
Participaciones
Ø JORNADAS CULTURALES Facultad de Comunicación Social de la U.C.E.
Fecha: Octubre del 2006
Lugar: Quito-Ecuador
Ø PRIMER ENCUENTRO DE GRUPOS Y TALLERES LITERARIOS “ALFONSO CHÁVEZ JARA”
Fecha: 12-13-14 de abril 2006
Lugar: Riobamba-Ecuador
Ø VARIOS RECITALES
Fecha: entre septiembre 2006 y abril 2008
Lugar: Quito - Guayaquil - Riobamba / Ecuador
Cuento
KALEIDOSCOPIO:
Iris y Retina
“Sólo un soplo hace falta para matarnos.”
KALEIDOSCOPIO: IRIS Y RETINA es un libro, que tan sólo pretende materializar un caleidoscopio mental, repleto de imágenes efímeras, en rojos de sangre, negros de luto o en tantas otras formas cromáticas.
La intención no es remplazar imágenes que cada quien tenga a bien, así, el caleidoscopio, para poder existir, requiere de un iris, de una retina, de un ser al otro lado del orificio fisgado.
“Este es mi caleidoscopio, así, todo alterado en su nombre, porque sus visiones son mi viaje personal.”
Siempre hay un interés en todos los habitantes, de esta circunferencia mal trecha que llamamos realidad, por compartir con alguien más, hasta las mas mínimas inquietudes, es por eso que este caleidoscopio, en su simple forma, pide la oportunidad de vivir, sabiendo que su contenido, errado e incompleto, no es una “minusvalía” sino una incongruencia normal que persigue encajar perfectamente en las retinas de otros.
LIBRO: KALEIDOSCOPIO: iris y Retina
Para una ceguera óptima
Drugos de la Naranja Editorial
Cuando los ojos se tornan planos y dejamos de mirar, de traducir el mundo, y palidecemos con normalidad ante una visión global y desintegradora, aparece Kaleidoscopio, para devolver iris y retina a todo aquel que quiera observar. Historias de personajes defendiendo su contexto, su universo y su locura permanente, estableciendo mundos para cambiar el hecho de vivir en un papel y no existir corpóreamente, ellos invaden la “frívola” realidad para asumirse tangibles e influyentes; toman escenarios para ser dueños inamovibles de cada milímetro de pavimento, árbol y agujero que el lector imagina en su concepción previa y póstuma, rompen con las nostalgias, el amor, el odio, la necedad, la tolerancia etc., para tornar recurrente la nada (importante valor de todo escritor), que pone, inhibe, inhala y atraviesa cada sensación sin rostro y con falda, para robar del mundo respiros, latidos, miradas, y dar vida a los personajes que recrean cada escenario de este libro.
“Seis de la tarde. Él iba como si su sombrero fuese el planeta entero: lento y abstraído, recordando la vida de tiempos atrás, para mantenerse en pie.” Así inicia el libro, con Cracovia, un cuento que se materializa en el color, en la probabilidad para construirse como una realidad imaginaria.
Pero mientras nos adentramos, seguimos descubriendo ímpetus intensos habitando cada uno de los textos, llamando la atención entre una sutil ironía y la doble intención de los afectos: “…Entre tus caderas está mi cordura y mi sensatez, ya la perdí cuando tu pudor de mujer frágil se cayó en el suelo buscándote unas alas para volverte ángel de mi mundo. No quiero, ni siquiera pretendo manchar este momento, con el recuerdo de quienes has conocido en el Moulin, porque ahora tu alcoba y tu refugio soy yo.” este fragmento nos envuelve en el vals seductor y melancólico de Bailando con Toulouse.
Qué posee el ser humano en su interior, sino torbellinos de pensamientos y posibilidades, majestuosas, ideas de poder, gloria y/o frustración, delirios en donde aparecen hadas, psicópatas, brujas y también… “El rey, nuevamente sobre su bicicleta, […], dejándonos su teatro lleno de su locura, gritándole al mundo: —¡¡¡¡Mierdra!!!!,
El autor logra llevarnos de la mano, introduciéndonos a un castillo construido con la eficaz invención de sus palabras, así, por ejemplo, en Demente, masilla la naturalidad de la simpatía con el dolor y la cruel realidad del personaje: “Sobre su plato, blancos y fríos, están sus ojos que la miran de regreso, están frente a frente juzgándola fijamente. Ella, los cubre con su mano casi transparente, al sentir, que tienen ganas de llorar.”
Mirada hacia atrás llega con la ternura insondable del amor entre dos esposos ancianos, pero a la vez con el tenebroso parlamento que se revela como el dialogo del personaje con la muerte y un monólogo de él con la vida…:“Uno era la víctima de la fatalidad en su forma de herida; el otro, era la víctima de ser el culpable. El que había lanzado la piedra. / —Pero, para mí quisiera que lleven cobijas, porque el frío debe ser horrible, unos libros y tu foto, para ponerle en la cabecera, o mejor, que me entierren contigo para hacer el amor entre eternidad y eternidad. / ¡Que sí, vieja maldita y neurótica que ya todo está hecho! ¿Sabes que más hice?, ¿quieres saber que más he hecho? ….”
El estilo del autor es periódico, provocando siempre un escalofrió único e íntimo que resalta. Así por ejemplo en el final de Círculos leemos: “La mezcla de dioses y diablos, la sangre que brotaba suavemente de ella, como si hasta en su interior fuese un ser angelical, como si se tratase de un cordero con cuerpo de mujer, enardecía en él su furia y anhelos de vencer, de complacer a esos pequeños ríos que le gritaban: —¡no mires tus falanges si no quieres sentirte ese vil torturador, y no lo eres. ¡Habrás de librar al mundo Charles!— y así lo hizo. Por breves segundos, cerró sus ojos, y continuó cortando.”; este párrafo conjuga la tranquilidad del enfermo mental y la sagacidad del cirujano.
Los fantasmas rondan inmortales cada página de Kaleidoscopio: Iris y Retina, argumentos imaginados corrompen la muerte, la ironía y la malicia, que abrigan al lector con imperceptibles telarañas que lo introducen a vivaces colores y escenarios. Once cuentos que por cuidar su simetría emparejan en uno, como cábala del libro.
Se lanza con fuerza, una propuesta que no intenta ser diferente sino necesaria para aquellos que perfilan ausencias; como diría J. L. Borges: “Mis cuentos, como los de las Mil y una noches, quieren distraer y conmover y no persuadir”, y eso es lo que intenta el autor.
El lector esta apunto de dejar su confortable y segura realidad para adentrarse en un mundo misterioso, en el universo tierno y perverso de la imaginación del autor.
Este libro esta dedicado a todas las personas que debo agradecer su apoyo, y que, por cuestiones de espacio y la cantidad de los mismos, tendría que poner las iniciales de sus nombres, pero por respeto y afecto no me atrevo a hacerles eso, y siento que lo entenderán porque saben quienes son y donde están.
Y como una manzana fuera del árbol, te acerco este libro especialmente a vos, Ariel (mi hija), por si no alcanzo a dejarte algo más...
CRACOVIA
Seis de la tarde. Él iba como si su sombrero fuese el planeta entero: lento y abstraído, recordando la vida de tiempos atrás, para mantenerse en pie.
Ella, desentendida de todo. En aquella plaza, la compañía era abundante, y vacía al mismo tiempo. Miraba la punta de su pie. Un zapato rojo, aparecía deslumbrante al final de su pierna cruzada sobre la otra, y eso, fue lo que él también descubrió, en su delante, como se descubre algo que va a cambiar el rumbo del mundo; maravillado y sin poder contener las ganas de contárselo a todos.
Sintió que debía hacer algo, no cualquier cosa…, algo definitivo y para siempre. Dejó caer su cuerpo, arrodillándose frente a ella, tomó su pie entre sus manos y acercó sus labios lentamente, produciendo una sensación cálida de expectativa que en ella provocó, que se empapen sus ojos. Luego, se miraron fijamente por varios minutos, y como si ya, se hubiesen visto antes y ahora tan sólo se estuvieses reconociendo, ambos se preguntaron para sí mismos:
—¿por qué la imaginación no podrá, aunque sea un poquito, tener algo de tangible?
BAILANDO
CON TOULOUSE
Heme aquí, sentada con las arañas en la espalda; vestida de algo peor que la muerte, vestida con una vida que se ha venido tan lenta, tanto que sus horas las podría contar con mis dedos, aunque han sido varias. Horas que han pasado tan despacio que aún veo mis sueños sentados en el Moulin, aún me pierdo en las páginas de libros que mi mente llama nubes, porque me llevaban a asir el cielo donde me he visto correr arrancando mis vestidos, cambiándolos por un alma alada.
Muerte, si vinieras de un sólo golpe, te llamaría mi redentora.
Tiempo atrás, cuando era una señorita que no gozaba de gran admiración entre todos los parisinos, entre todos los que frecuentaban el cabaret y se mezclaban con la música, el baile y una que otra copa, pero que tenía mucho para dar.
Me envuelven los recuerdos de cuando lucía mi encanto y gustaba de la fantasía de ser como Cleopatra, una reina capaz de dominar los corazones y la razón de todo cuanto cayera preso en sus brazos y sus encantos. Así me creía yo entre la bohemia y los artistas de todo tipo —con o sin dinero— lo que importaba eran ellos, que buscaban saciar las ganas increíbles de pasar las penas entre grandes alegrías pasajeras, pero grandes, y lo mejor —tanto para ellos como para mí— era que los problemas se quedaban afuera, en las puertas, o esperando en las calles mientras adentro la diversión quemaba las miradas por largas horas.
Sus desilusiones, desventuras, dilemas, se sentaban en las veredas aguardándolos a que salieran, para ponérselos nuevamente.
¡Ah, qué vida la de los bohemios!, los problemas, las penas y las nostalgias se encargan de darle un tono más oscuro a sus sombras, y siempre van ahí, como perros falderos, colgados de los bolsillos, ni siquiera dentro, sino colgados de los bolsillos, esparciéndose como un veneno que ha ingresado por los labios con el objetivo de llegar a sus corazones. Un mal necesario que, si se lo ve desde cierta perspectiva, puede ser un aliado para salir del común factor que consume a todos los mortales (ricos o pobres, es igual).
La unidireccionalidad del pensamiento es un tedio para quienes viven o mueren buscando nuevas verdades. ¿Única dirección?, ¿existe acaso?, claro que no, y la sola idea de concebir tan maltrecho pensamiento, es algo que el arte repudiaba, repudia y estoy segura, repudiará, como si fuese un pecado capital y, ¡no señor! , en la bohemia se aprende a vivir con el enemigo que se lleva por dentro, y se busca, aunque sea por el amor a las utopías, que se duerma, el arte exclama a gritos que hay que buscar otros caminos, que hay que plantear nuevos retos, buscar la realización de los sueños y así fue Toulouse.
Con una mirada que siempre estaba extraña a lo común, una mirada que se perdía en el tiempo. Sus manos estaban en su cuerpo pero parecía que tenían vida propia, demostraban una magnifica habilidad para captar hasta los más pequeños detalles y convertirlos en grandes sueños atrapados en color, en inimaginables fotografías de las emociones. El nunca se rendía ante las interrogantes de la vida, y creo que por eso —entre otras cosas— me perdí en él, por todo lo que lo admiraba.
Tres días marcaron una gran diferencia en mi vida, dando fuerza a mi existencia.
La primera vez fue…, lo recuerdo como si hubiera sido ayer, lo tengo tan presente que si tuviese alguien por quien jurar, diría que fue hace unos minutos, o cuando más, hoy en la mañana. En realidad para ese día yo no colgaba en mis muros mayores esperanzas de que algo fuera distinto a cualquier otro, la rutina era la misma, había música alegre y todos festejaban, bebían y celebraban, y si había algo que estuviera profundamente en contraste con toda esa alegría, ese algo era yo.
Aunque sonreía para los demás, por dentro mi alma, era una taciturna manifestación de vida, y prefería cada vez que se presentaba la oportunidad, mantenerme en mi anonimato para no salir a bailar y quedarme sentada, yo era una sombra bajo las luces del Moulin Rouge.
Yo no creía en nada, en aquellos momentos, hasta que apareció él.
Vino con sus piernas frágiles, caminando entre, apresurado y resquebrajado, con su barba alocada y unos ojos profundos que llamaron mi atención; no tenía la gallardía de su nombre pero si el hechizo de su ser. Se sentó en una mesa que daba a una ventana, como si quisiera estar entre dos mundos: en el placer mezclado con la magia del Moulin Rouge y en el espacio bañado por la luna que dejaba caer impresiones de luz sobre la ciudad, allá afuera. Lo recuerdo muy bien, porque, no podía dejar de observarlo. Aunque, no me parecía físicamente atractivo, el poder de sus ojos y su sonrisa que desairaba cualquier mala interpretación de un ser cualquiera, me cautivaba y envolvía, y porque no decirlo…, me seducía.
Sí, fue extraño y profundamente enigmático mi encuentro con un amor que me acompañó hasta ahora, el día, que he de morir.
Había entrado por la puerta ese ser, que me resultaba conocido, no sé por qué, pero lo sentí como mi propio yo. Pidió una copa de vino y entre cada sorbo, hacía una pausa para observar muy detenidamente cada rincón del lugar, eso también, lo tengo muy presente porque aquella actitud me cautivó tanto, que provocó en mí una ansiedad de hacer algo, que aunque suena risible, no había hecho nunca, durante mi permanencia en el Moulin. Compré dos tragos, uno se lo envié, con la prohibición de decir mi nombre, el otro, lo sostuve en mis manos y lo imitaba en todo, simplemente dejé que mis ojos se dirigiesen a cada rincón que él veía. Fue una sensación profundamente extraña para mí porque no lo había hecho antes y, no es que las demás lo hicieran, no, no es eso de lo que hablo, sino de mi necesidad de hacer algo tan infantil. Me sentía como una niña jugando a ser mayor, pero no me arrepiento porque..., no me equivoqué.
Por primera vez me percataba de la luz sobre los cristales de las botellas, vasos o cualquier otra cosa de aquel cabaret.
Luego sacó un pedazo de papel y una sanguina y comenzó toda una danza, una armoniosa danza del color y la prisa, y desde ese instante vi la magia al hacer sus trazos como si estuviese jugando, como si pudiese captar algo que nadie más veía, como si estuviese en otra dimensión. Esa magia me cautivaba y confundía al mismo tiempo, me produjo un encuentro de emociones y un cruce de sentimientos, nunca antes había podido ver nada, había estado allí mucho más que él, y en contacto con todo, pero al imitarlo, todo era tan diferente.
Cuando intentaba buscar en el ambiente algo que pudiera estar —no sé— retumbando, tan sólo me dirigía a mi interior y me encontraba con mi amargura, con ese dolor que, aún lo siento dentro, pero ese momento de gloria sobre el papel, había encontrado su dios, a mi querido pintor, y yo, había encontrado la belleza en el enigma, y ese día, se aferró en mis entrañas.
Las horas empezaban a caminar sobre los cuerpos, él recogió sus trazos y se fue, su actitud me decía que volvería, y decidí esperarlo…
Pasaron varios días y no había vuelto, pregunté a Jane y a Chao si lo habían visto las noches que estuve enferma y debí quedarme en cama, pero me dijeron que no, que él era así, que aparecía cuando uno menos lo esperaba; y no fue, hasta después de tres semanas que nuevamente entró, con sus ojos profundos y sus piernas maltrechas, parecía como si, hubiera estado enfermo también, no me atreví a acercarme y preguntárselo, aunque por dentro, me inquietaba saber que había sido de su vida durante esos días, pero cuando sentí un impulso fuerte, como un embrujo, por ir a su mesa, recordé que, no se había fijado en mí la primera vez, y que iba a creer que era una loca, así que di media vuelta y subí al escenario a bailar —¿para quién?— ¿para los bohemios que ya estaban ebrios apoyándose en los barandales?, ¿para los aristócratas, que estaban sentados en sus mesas llenas de tertulia, más dulcemente embriagadora que el ajenjo y el vino?, ¿para la vida que se presentaba como la larga pista de baile de éste cabaret?, o ¿para esas manos que me atrapaban en el sortilegio de captar toda la euforia del lugar y plasmar su encanto?.
No, definitivamente, no lo sabía, pero estoy muy segura, de que el ritmo y la alegría me llegó como un rayo y todo dictaba, el olvidar mis males y empezar a viajar, porque todo estaba en disfrutar de aquel momento, y mis sentidos, al igual que mi mente, se dejaban invadir del aroma a jazmín, de mis vestidos, llevando a mi cuerpo a sentirse ligero y sagaz, como un velo de seda elevándose con las notas y pasos de la quadrille, y que una vez en el aire, una vez en el infinito, se deslizaba con fuerza arremetiendo mis instintos y empujándome a jugar a una Valkiria de Wagner, surcando un mar en el cielo y, me dejaba ir, o mejor, debo decir que dejaba a mi mente irse, buscando todas las emociones posibles de una lujuria enfurecida y la pasión de un cuerpo que ardía, siendo capaz de volcar toda vida, por un poco de magia entre el deseo y la sensualidad.
De pronto, ya no era yo, la del Moulin, sino una bailarina en una habitación totalmente desnuda, que recorría y jugueteaba entre los dedos de un pintor que no se fijaba en su musa, ahí estaba yo, toda diminuta entre sus manos, como una gota sobre una hoja, y entre cada piruette, mi ser se expandía, y para llegar a su dimensión y ser una mujer (y no mi monstruo), entre sus brazos, en súbitos …, me volcaba al piso a besar sus piernas y deslizarme por todo su cuerpo, él me miraba y sus ojos, se tornaban cada vez más profundos.
—“Quiero atrapar cada efluvio que despida tu forma, cada gota de transpiración, y volcar mi boca en tu pecho”— me decía.
—“Voy a ser el impío que profane en total placer y goce el secreto de tu deseo, y no sentir más que nuestra desnudez en esta vida, y no quiero un solo rastro de vacilación, quiero pintar tu cuerpo, mientras hago míos tus senos y, hasta que tus sentidos hayan derramado todas tus lagrimas, pero no de dolor, sino de un goce perpetuo, y no parar de construir un santuario, donde nuestro sexo, sea el dios a venerar. Entre tus caderas está mi cordura y mi sensatez, ya la perdí cuando tu pudor de mujer frágil se cayó en el suelo buscándote unas alas para volverte ángel de mi mundo. No quiero, ni siquiera pretendo manchar este momento, con el recuerdo de quienes has conocido en el Moulin, porque ahora tu alcoba y tu refugio soy yo. Sí, tu refugio y tu alcoba soy yo, aunque irónicamente, me siento al mismo tiempo prisionero de tus piernas…”
Y yo, mientras lo escuchaba, sentía como sus manos se deslizaban por mis pechos, jadeante, hasta arquear mi espalda y sentir como el sexo lleno, nos elevaba entre mordidas y transpiración. En mi, tan sólo estaba esa Valkiria, que deseaba sentir la vida, a través del desenfreno.
Cuando estuve a punto de llegar al orgasmo, abrí lentamente mis ojos y alcancé a ver, como levantaba sus dibujos y salía muy lentamente del cabaret. Y la Valkiria, debía despertar, volver a la realidad.
Era ya, mucho más de media noche, y todos los bohemios, y demás hijos de la oscuridad, se retiraban a reencontrarse con sus penas y dilemas, que los esperaban sentados en la puerta del molino, la noche se había terminado pero no mi fantasía, no era aún tiempo de dejarme morir nuevamente, y envuelta todavía en mi éxtasis (mi imaginación, no quería dejar de volar), salí como los demás, caminando como alma nocturna, elucubrando…; recogí los problemas que me esperaban en la vereda, y me alisté a salir como de costumbre, pero ésta vez, había en mí una nueva fuerza que con voz muy cálida me decía que había vivido, y que mientras lo desee lo podría hacer, tantas veces como quiera, y claro, lo deseaba. Me dejé llevar por lo que quedaba de la madrugada.
A la mañana siguiente, traía en mi rostro una sonrisa que salía como el sol, refulgente y soñadora, como una niña que esperaba con ansias aquel regalo que su padre traería en cualquier momento. Yo no esperaba nada prometido, pero cualquier cosa me sabía diferente, de pronto mi oscuridad, se volvía un destello que caminaba por el mundo y se desesperaba, porque el mundo resultaba pequeño…, mi espíritu gritaba de emoción pudiendo al fin abrazar el deseo de sentirme presente en la ciudad.
Mientras caminaba por el Montmartre, pude ver un cartel, algo envejecido, pero, aún podían distinguirse las letras —La Revue Blanche—, y por esos colores, que aunque ya palidecidos por el tiempo, mas, no por la desaparición de la euforia con que fueron pintados, supe inmediatamente que había sido hecho por aquellas manos que derramaban los jarrones de los sentimientos, y sus tonos alegres estaban tan en mí, que me daba la impresión de que lo había hecho yo, que esa pintura era mía (quizás así fue)...
Al llegar nuevamente la noche, ya me hacía en el cabaret, entre aristócratas, artistas y demás, también ellos habían cambiado, había algo en sus semblantes, que me decían en verdad que los dilemas y apuros se habían quedado sentados en la vereda, y la magia del Moulin Rouge, estaba hasta entre los ángeles. Como la vez anterior, nuevamente entre medias negras, olvidando y recordando al mismo tiempo a Offenbach, y provocando asombro con nuestro Can Can en los visitantes. Y entre tanto, con mi propio secreto yo, iba desdoblando lentamente a la Valkiria que nadie era capaz de ver.
Dibujando y bailando con mis risas, yo seguía surcando un mar en el cielo, y decidí, que esta época no la cambiaría por ninguna otra, que así estaba feliz. Y así empecé a vivir.
Por mucho tiempo, tuve una afición, que aunque me provocaban diferentes sensaciones de celos, rabia, impotencia, igual no podía negarme ese placer del dolor combinado con un sentimiento —que no se puede describirse, porque es efímero, como el pinchazo con una punta de aguja, era un morboso sentimiento de encontrar dolor y placer al mismo tiempo—, durante horas me sentaba a ver los retratos pintados por él, y no puedo decir qué me invadía y confundía más, pues el hecho de ver que los pintaba para otras y no para mi, no podía ser, cada uno de esos colores eran míos, porque yo los deseaba más que nadie. Esto, pese a lo doloroso, de saberme ajena a su vida, se había vuelto mi gran satisfacción, hasta que cierta vez, para mi desdicha —y únicamente mía—, no pude controlar mis lágrimas, porque en uno de esos carteles, estaba Jane. Una de las más bellas del cabaret, quien al bailar, despertaba muy dentro de mí, las mismas emociones que se producían en los demás. ¡Oh, la deseada Jane!
Era ella la atracción principal y yo, su sombra; pero no puedo negar que excitaba cada parte de mi piel. Un fuerte y mórbido sentimiento que, al no decírselo nunca, creía que desaparecería o moriría, mas, cuando conocí esas manos de fuego, me entretuve con otros pensamientos, pero al verla tan hermosa en esos carteles, nuevamente se tornaban en vidrios, que me estremecían por dentro. Al verlos, supe que en él también, habían recaído el hechizo de su fragancia, su mística y su belleza. No sabría decir, si él la amaba, o si mantuvieron algún tipo de relación, pero si puedo asegurar, que la llevaba en su mente, porque al mirarla, era imposible no verlo como atrapando su alma para ponerla en los carteles, era ella…, nunca lo dudaría, mi sentimiento escondido que creí muerto, me lo decía, (ése fue el segundo día, en el que mi ángel, se volvía demonio, recordando sentimientos, que me dolían tener).
Pasaron algunos meses, y yo seguía con la rutina que tenía ya mejor sabor, hasta que un viernes, —éste día (el tercero, el día que he de morir), tampoco lo olvidaré, ni cuando ya llegue a mi tumba—
Ese día fue hoy. Me levanté, aunque creo que no lo hice, porque no sentía ninguna vida mientras caminaba, —presentía malas noticias—, no quería en realidad salir, pero tuve que hacerlo y el Montmartre lucía lúgubre, en el ambiente percibía un olor a azufre que me sabía a ausencia (pero no puedo explicarlo, como fue posible), pero ese olor provenía de muy dentro de mí y se volvía más intenso, mientras más me acercaba al Moulin, lo sentí en el Moulin de la Galette, di vueltas por el Le Chat Noir, y era tan igual…, o peor. Me vino un sobresalto y una angustia, como al ebrio que está atacado por arañas en su mente, como un ser, que dispara a las moscas porque las ve gigantes y amenazadoras. Traté de calmarme, y empecé a caminar ligero, pero sin darme cuenta, mis piernas se aceleraban como un caballo desbocado. Tuve la loca necesidad de correr hasta que mi corazón rebase su capacidad y explote.
Caminé por todos los lugares conocidos hasta que llegó la noche y me dirigí al cabaret. Ahí el aroma a azufre, que me llegaba desde el centro de mis vísceras, me asfixió en forma indecible. Habían susurros entre los artistas, los bohemios, los aristócratas, pero con la música —que se fingía alegre— no podía escuchar lo que hablaban, no podía atrapar ni una sola de sus palabras que salían muy calladas, casi mudas, y en la pista no podía detenerme, aunque de muy buena gana, lo hubiera hecho, pero las reglas del espectáculo son muy estrictas, en ese sentido el show debe continuar.
Una vez que tomamos un descanso para que los visitantes pudieran descansar de sus jadeos, aproveché para buscar las pinturas que atrapaban la magia (mi magia, mis sueños para volverlos eternos), pero, no hubo suerte, porque no las encontré ni en las barandas, ni en la pista, ni siquiera en la acostumbrada mesa. Y aunque algo me inquietaba, me aferré a creer que esa ausencia era como en otras ocasiones, en las que esos colores no se presentaban, hasta que al final, él entraba airoso, como el rey de alguna región importante. Disimulando mi ansiedad tras la máscara de una simple curiosidad, pregunté en el lugar si habían visto al pintor, —no me atreví a decir su nombre— y fue cuando supe, de donde venía ese horrible aroma, al enterarme, que esas manos ya no existían, que se habían ido para siempre.
Y con ellas, se fue la Valkiria, el mar del cielo se había vuelto rojo y se derramaba por las calles mezclándose con mis lágrimas.
No recuerdo como salí del cabaret, pero nunca olvidaré ese nueve de septiembre. ¡Oh, sí!, aún cuando cierro mis ojos, puedo ver como la oscuridad me trajo un nuevo baile, pero esa vez los dioses estaban rompiendo el sol de la Valkiria. Aún puedo ver, como con lágrimas llenando mis ojos, intentaba burlar el crepúsculo y daba mil piruettes, mientras, buscaba una risa que me dijera, que no era cierto. Trabada por la desesperación, esa risa se ahogaba y se apagaba, cada vez más con las lágrimas y caí al piso.
Me deslizaba por el suelo como queriendo entrar en él y lo asía con mis uñas, cerraba mis manos llenas de rabia y mezclada con desolación, y nuevamente atacada por mi locura, dejaba que mi espalda se irguiese hasta que el cuerpo pudiera incorporarse, pero mis huesos estaban rotos y súbitamente caía una vez y otra, y otra, y otra al piso. No importaba cuando intentase sobrellevarlo, siempre, caía al piso.
Permanecí con mi mandíbula entre mis rodillas, como un títere por un largo tiempo, horas, segundos o días. En realidad, el tiempo ya no me interesaba, hasta que por una abertura entre el suelo y mi cuerpo pudo ver un destello de luz, que iba haciéndose más y más intenso, en breves segundos, minutos o días, tampoco lo sé, pero si pude notar que esa luz pertenecía a algún ser, que no me atrevía a ver.
Luego sentí unas manos tibias que me tomaban desde mis hombros, y se deslizaban por mis brazos en un intento por levantarme. Me abrazó por detrás, muy fuerte, hasta que su pecho se juntó con mi espalda, estuvimos así por un momento, y me susurró al oído:
—“Baila conmigo”
Al escuchar esas palabras, apenas pude girar con la euforia de un grito que se quedó en Toul…, y entre la luz cegadora, vi que era un ángel con alas inmensas.
Procuré levantarme, pero el frío había debilitado mi cuerpo y mi piel ya estaba hecha de hielo, como un cristal muy frágil. Cuando puso sus manos en mi rostro para consolarme, sus dedos quebraron mis mejillas y pude sentir como la sangre empezó a brotar y a deslizarse por mi cuello, por mi pecho desnudo, que también, lo sentía vacío.
La sangre corría desenfrenada hasta llegar a mis senos que de repente, estaban convertidos en decrépitas masas de carne, Esa sangre fluía rozando mi piel, se deslizaba por mi vientre, ligera y densa, dando la impresión de estar absorbiendo toda mi esencia, como si en ella se fuesen mis días con toda su fuerza, y al llegar a mis piernas, ya casi, no corría. Su consistencia era aún más densa, tenía la furia del óleo, se tornaba de tonos: ocre luminoso, amarillo, y azul que se mezclaban con violetas; con rojos intensos, y el piso era un lienzo enorme lleno de hojas de libros, tan sólo le pedí al ángel que se fuera y me dejara dormir, era lo único que deseaba hacer…
Adiós Moulin, adiós Toulouse.
UNA VEZ MÁS…
VIRGINIA
Imperceptible en lo cotidiano, pero permanente y letal, en los días de los que te sufrimos, cuando te sufrimos. Siempre has jugado con nuestras conciencias, entre un ir y venir sorpresivo y continuo, juegas para mostrarnos tu grandeza, y yo, juego contigo para mostrar mi debilidad de simple mortal, como si no supiese que la batalla es injusta por la desigualdad de fuerzas.
Dos rosas, tres o decenas de ellas hinchando los ojos de quienes inflaman su corazón por un amor y su correspondencia. Espinas y espinas y miles más, para quienes sangran sus retinas buscando poner un poco de color al lecho de su último adiós.
Muerte, estás en todo lado, inclusive dentro de la misma vida como si lo controlases todo, cubres cada rincón, corres como leopardo y perdonas como buitre, tirana de la luz… ¡Dime! ¿Si eres tan necesaria, por qué debes doler tanto?, te lo pregunto, como entre gritos de los que se quedan en la estación, viendo el humo de un tren oscuro que viaja buscando huesos para su hoguera, mientras llena sus vagones de almas.
En sí, lo triste de tu existencia —para mí—, no es lo cruel y macabro de tu presencia, sino el hecho de que cosas, con tu misma naturaleza, me han parecido encantadoras, seductoras, y esa es la razón de que en todo tu caos, yo te encuentro como la dualidad perfecta, incisiva, y a la vez apacible, como el arrullo de una madre que calma el llanto de su hijo. Y yo, soy esa hija que llora la inclemencia de este mundo... Mundo que no quiere ser mi madre.
Y es desde niña, que he sentido la necesidad misteriosa y envolvente de que existas, aunque a todos nos duela, porque al llegar, te llevas todo, incluyendo aquel dolor de la estación mientras se iba el tren, dejándonos desde ese momento, la escondida ansiedad de que vuelva por nosotros.
Muerte de sol, muerte de luna, muerte de muerte…, dualidad absurda de mis sentimientos de espera y odio, ya que por ti, también tengo un hastío. No ha dejado de ser cruel, el ver como apagas los horizontes una por una las líneas de color de la luz —amarillos naranjas, verdes para quedarte con el azul y volverlo intensamente oscuro y triste. La negrura de la noche en pleno día— y eso, me ha dado un odio por ti y la necesidad de ti, me ha hecho que te desprecie y te busque…, no eres mi temor, temo que no seas mi salvación.
Viajo de ida y vuelta, escribo desde el final hacia delante, o como sea, para burlarme de ti escondiendo entre mis líneas el momento preciso en el que aparecerás, y al menos dejarte por un momento con la angustia de la incógnita, de cuándo serás mi huésped.
Hilar historias, de tal forma, que no te sea fácil descubrir tu momento, desde la infancia, ha sido para mí, un placer exquisito; pero al ser tan parecidas tú y yo, estoy segura de que no logro engañarte. Tú sabes que vas a estar, es un pacto de nuestra sangre, —mis líneas, y nosotras.
Te he usado, te busco porque te necesito, y por que quiero saber, que bajo tu manto hay otro lugar que será en donde olvide mi nombre, calle los ecos, y enseñe a vivir a quienes se bañan con las aguas terriblemente tibias.
Ayer (de seguro que me viste), paseé como colegiala por los sitios donde suelen hacerlo las colegialas, y recordé, que otrora ese lugar, también fue mío, en donde pasaba horas pensando en el futuro o dibujando caras con historias y perros, sentados frente o dentro de sus tazas de café, y al momento de darme cuenta de que un futuro, (no el de mi mente, sino uno más cruel) ya estaba en mi cuerpo, sentí tu presencia alejándome de la niña, la colegiala, y tuve muchas ganas de llorar, pero me comprometí a no hacerlo, para que ni tú, ni las voces de mundos soñados inacabados que me retuercen el pensamiento, me vean débil, tampoco quería que la gente me viese herida…, empecé a caminar, a jugar entre la gente, a saludar a los demás —que siguen como antes— y me contagié, en verdad, de mucha paz y aunque fue por muy poco tiempo, valió la pena.
Paseando por el lugar, tuve la sonrisa sobre mis rostros (el que llevo encima del pecho y, el que tengo dentro de él), me agitaba, caminaba y exaltaba por la emoción de ver a la gente viva… Vi como las parejas iban de un lado al otro tomándose de las manos, y aunque por un momento me pareció hasta ridículo, pensé:
—Son cosas del amor, del sentirse vivo.
Sean parejas de niños, de amantes o de dos mujeres haciéndose el amor con locura, da igual…, el vivir, pide: amar.
Todo era luz, pero mis mundos paralelos inacabados y sus voces, me gritaban que los mate, las serpientes se enroscaban y se devoraban entre si, en una lucha por acabar el camino del otro, y un dragón inmenso marcaba el horizonte, dejando caer, una a una sus líneas hasta quedarse con el azul. Corrí hacia mi casa, y en mi cuarto, donde mi familia veía la mejor luz para leer un libro, aproveche que habían salido, y ahí, lloré (ésto te lo cuento, porque en mi hogar no permito que entres), con un estruendo de corazón rasgado, como el cielo por esa bestia, estuve tan cerca de descubrir que movía mi cuerpo y mente, cual era mi motor, pero esos ecos soplaron dentro de mi caja de cartón.
Dentro de mí, las parejas, los niños, las cuentas de un rosario eterno que no redime el alma aunque se hayan convertido en lágrimas de tanto rezar. Dentro de mi yo, cuando hice el amor por primera vez, enloqueciendo como una fiera (aunque siempre he temido enloquecer)…, pero dentro de mí…, yo, una y otra vez..., yo con las tinieblas y la brisa delicada sobre las cobardes cortinas lloré, lloré y grité, grité y me arrastré, me arrastré y rasgué.
Mientras mis formas se arqueaban de manera esquizofrénica, me aferraba a mi almohada, lanzaba todo lo que estaba a mi alcance, y el corazón parecía que se hubiese multiplicado para sonar como un tambor indio en la guerra, podía sentir, como las cuentas del rosario escapaban de mis ojos rodando por mis mejillas, como prisioneros capaces de romper cualquier muro para salir y no volver jamás, porque veían hacia dentro mi locura.
Jadeando, levanté mi cuerpo y estuve frente al espejo por varias horas, observando como un cuerpo que no ha amado de verdad, se seca al punto, que su imagen es la de una radiografía, donde se puede distinguir partículas de sofismas de alegría cubiertas por la piel, pensé:
—¿Cómo una misma persona puede formar su propia ambigüedad? Una cara, tan sólo se queda en su reflejo, inmaterial pero con mucha información y la otra permanece horas viéndose, sabiendo que al moverse, se va vacío.
Y fue cuando recordé mi paseo de horas atrás, y varios otros de días lejanos…, cuando ésta imagen no tenía la misma furia, pero sí llegó a los mismos estados de lágrimas…Muerte, esto te lo cuento, tan sólo porque quiero dejar volar las palabras, ya que sé, que estuviste ahí.
Un día estaba en la playa, sentada, quemando mi cigarrillo, con el sol bronceando mis hombros y las ideas de poner letras sobre una hoja, cuando vi que un grupo de niños iba acercándose por la arena y otro grupo de gaviotas que revoloteaban sobre el mar. ¿Qué culpa tenían ellos de mis voces? ¿Qué culpa tiene la alegría, si a sus espaldas carga con la otra cara de su hoguera? Y de pronto ante mis ojos, una de las gaviotas se acercó tanto al sol, que sus plumas comenzaron a arder y en desesperación buscó a la otras, pero ninguna se salvó del fuego y en círculos inmensos, sus alas encendidas las consumían sin piedad, y los niños llorando, no pudieron hacer más que alejarse… No sé cuántos niños fueron, ojalá todos huyesen de estos cuadros.
Después de aquella experiencia con mi propio fluir, escribí varias historias sobre la importancia de besar el mar y su majestuosidad, la arena y su calor, y claro, sobre tu presencia en todo, pero me sirvieron para estar feliz por unos días…, unos días (pocos días).
En otra ocasión, salí tan sólo por unas cosas que yo misma quise comprar, y no pretendí el que alguien se diese cuenta de lo que había pensado hacer, en el trayecto: un bar reventando las paredes con su música, una iglesia con campanas tímidas ante la música, personas caminando de la mano, niños jugando, autos pasando, luces por doquier, anuncios encandilando los sentidos del sexo, la fantasía, la bohemia, la redención (cabarets, cines, licorerías, templos) —muy pocos refugios para un mundo tan afligido— en eso, dos criaturas, que por unas monedas, aceptaron intercambiar sus caramelos, por unas preguntas sobre sus vidas, y fue entonces cuando decidí, que ya no necesitaba comprar lo que había tenido pensado para volver a morir, y en nostalgia, de regreso a casa pasé nuevamente entre miles de monstruos descomunales con ventanas, luces, y calles con gente entrando y saliendo, gente vendiendo, gente comprando, gente bebiendo, gente viviendo, gente hablando, gente muriendo, gente callando, gente, gente, gente, gente, gente, gente, gente, gente, gente…., ¡voces dentro de mí! tropezando, como de costumbre con los ecos que revientan mi vacío…, entré en mi cuarto.
—¿Qué hice?,
—¡Bah! No quieras fingir que no te imaginas…
—¿Por qué no pude salir como tantos otros únicamente a comprar comida y regresar?
¡Pero no!, nuevamente el mundo debía cortar con sus afiladas garras, mis ansias de sentir la vida, y volcarme en palabras y frases que me hieren hasta lo más profundo de mí.
Siempre llevé un grito de: ¡Ámame! y otro de: ¡Te amo!
Fui presa y cazador.
¿Hasta cuando las ironías dejan de quemar con el frío? Volviéndome flor, suelo, lluvia, y todo lo que pueda tener un contrario…, su enemigo, como me veas tú, ya sólo es cuestión de lanzar la moneda sin rezar, para descubrir de qué lado cae…
¡No y no! absurdo espejo, no voy a cometer la estupidez y la imprudencia de preguntarte: ¿quién es la más bonita?, porque sé, que me vas a decir que quien está a mis espaldas lo es, y ya es hora de dejar de verme, ya terminé de contarles mis secretos y tú…, muerte, ven conmigo, que ya te dije, que en mi casa nunca te he querido. Sal a caminar conmigo, nos fijaremos en cada detalle de toda nuestra senda para que no se nos escape nada.
—¿Entiendes ahora por qué te dije todo lo que ha venido a mi ser?
Hemos estado juntas todo este día, la presencia de cada una de nosotras se ha hecho sentir, y como si fuésemos las mejores amigas, nos han visto pasear por doquier, tomadas del brazo, y estrechamente juntas, como si hubiéramos esperado por éste paseo durante años. En éste tiempo, hasta hemos compartido el mismo sentimiento, el de llegar a la estación, a esperar ese tren oscuro.
¿Ya lo ves ahora? Paseamos por todas las calles, y escuchamos todo tipo de música y bailamos las que se podían. Estuvimos en infinidad de lugares que nos invitaron a pasar y a la hora de irnos, todos ellos se redujeron a ti (una partida, un adiós, la nada), y a esto es a lo que me refería, vivimos gritándote que nos dejes en paz, pero sabemos que debes estar, y por eso he querido amarte, para sacar hermosura de donde has dejado leños quemados, valorando el proceso previo a su carbonización, y de esa manera, no tener el sabor de haber visto a las personas simplemente pasar. Entramos en reuniones, pidiendo que fingieran no vernos, porque ni siquiera nos sentimos con ganas de aferrarnos a un sitio por más tiempo del que podamos aguantar, al mismo tiempo que por lo menos yo, hubiera querido entregarme.
Te he contado todo lo que he llevado en mis sombras. Has oído de mi propia boca esa necesidad que tengo de no ver personas caminando sin rostros o a las personas que están casi completamente formados con caras, pero el globo de sus ojos es enteramente blanco y sin brillo…, sin brillo, como me he visto yo misma.
Ya me sentiste reír. Cuando lloré, quise únicamente contártelo para retener tu duda en el espacio, y ahora que estamos aquí ya solas, con la vereda al frente y de por medio el asfalto, que, empieza a abrir sus poros ante mis ojos, dejando salir lentamente brotes de sangre que vienen con furia y formarán un río de flujo rojo. No sé que quiere decir éste río que va creciendo enfurecido con cada segundo, volviéndose más imponente, más caudaloso y corre en una forma mística que no me deja saber si va a envolver mi cuerpo con un abrazo o ahogarme para morir…, definitivamente morir y descansar.
Flujo de sangre.
¿Eres vida o muerte?..
Ironías…
No sé cómo entrar en Ti,
pese a mi certeza de cómo redactar mi epitafio...
UN REY
EN SU BICICLETA
(a Alfred Jarry)
Era la entrada de su turno en el hospital, llegó con su expresión de siempre y un poco alterada por el frío, pero lo demás era igual.
Se puso su ropa blanca y entró a la sala a visitar a los enfermos, todo era como siempre, lo mismo. De pronto escuchó una voz que decía:
—Desde hacía ya varios años que no veía una lágrima tan grande caer desde el sol. Hoy, el día de mi muerte, justamente tenía que ocurrir. Aquí reposa mi cuerpo, mientras las telarañas deben estar apoderándose del cráneo de todo mi reino.
—¡Calle!— atinó a decir ella, mientras recogía de la mesa del enfermo las cosas— Mejor procure descansar y ya verá que eso le hará bastante bien— continuó, levantando la voz para asegurarse de que el paciente estaba escuchando, pues, parecía estar con su mente lejos, muy lejos de la realidad.
—Entonces, como todo un buen entendedor de las artes de la libertad, me pondré peor, y así será su culpa… —respondió el paciente con una sonrisa juguetona, mientras volteaba su mirada hacia ella, para demostrarle que era a ella a quién él había estado hablando. En realidad, la había estado esperando.
—¿Cómo? ¿mi culpa? ¿y de qué iba yo a ser culpable?, ¡hay qué ver las cosas que usted dice!
—De las cosas que siento yo —le dijo—además, no puede negar, que no ha podido dejar de venir a verme desde que estoy aquí, quizás le gusta lo que le digo, quizás usted quiere decirme algo, o quizás le gusto yo.
Ella, haciendo ademanes de arreglar su uniforme, como excusa para esconder su rubor le contestó:
—Es mi trabajo y lo hago con gusto —contestó— y volteándose para salir agregó: pero es usted quien siempre quiere confundirme con sus cosas, así que quizás le gusto yo —y sonriendo con familiaridad, se detuvo frente a él, olvidando que iba a salir.
—¡Ah, pues!, eso no se lo voy a negar, además, así es mi juego —respondió él con idéntico tono de cómica conversación— Se lo voy a contar para que vea que soy un rey muy noble…, libre de callar o de contar mis cosas —y continúo…—¡Mire!, acaba de pedirme que me ponga bien, ¿verdad? Pero, si me hubiese pedido que me ponga mal y estire mi pata hasta el otro reino, que me muera, quiero decir…...—la enfermera lo interrumpió con una sonrisa.
— Definitivamente usted está loco, ¿Que se muera?, nunca haría tal cosa, mi trabajo es curar —el paciente interrumpió…
— ¡Calle!, ya veo que no me entiende, si me hubiese pedido tal cosa, ahora estaría en la libertad de elegir y me pondría bien…
— ¿Cómo?, es decir, ¿que si yo le pido que muera haría lo contrario, pero si le pido que descanse, se morirá…? ¿ y me dice que eso es la libertad?, a mí me parece, que usted debería estar en otro tipo de hospital —le dijo ella, haciéndole con mucha afabilidad, un gesto de estar loco.
—Si, bueno, me equivoqué de enfermedad y el sitio, pero lo mío no es ese tipo de locura, lo mío, es una cuestión de locura de los sueños.
—¿Sueños? los sueños mi amigo, no le llevan a nadie al hospital, lo que es más, los sueños no le llevan a nadie a ninguna parte.
Aquel hombre, suspirando profundamente y jugando con sus dedos a estrangular las sábanas, reflexionó por un momento. Él sabía que su cuestión, resultaba mucho más fácil vivirla que hacerla entender. Y continuó:
—Ustedes, quienes no se atreven a ser reyes ante sus ojos, se atan a la realidad de un suelo lleno de gravedad, y por gravedad no sólo me refiero al fenómeno físico que la tierra ejerce sobre todo, sino a la gravedad de una lógica e imaginación enclaustrada, aprisionada dentro de lo que simplemente encuentra solución en lo palpable. En los sueños, en los sueños es donde está la respuesta más feliz a cualquier situación…, una fuerza de gravedad sin tanta gravedad…, una nueva forma de física. Y si se tomase un poquito más de trabajo en pensar lo que le digo, sabría que estoy totalmente en lo cierto, usted juzga mi locura, como yo juzgo su cordura. Y no me cansaré de insistir en los sueños.
—Pues no sueñe tanto, o por lo menos deje de decir todo lo que se le viene a la mente —contestó ella con una voz de melancolía, pero, en segundos, recuperó su control, y añadió con un tono más cómplice del juego de las picardías— no ve que corre el riesgo de que deje de gustarme tanto como dice usted, y le cambie por otro paciente más realista?
—O mejor, usted sueñe más —le dijo— o por lo menos sueñe algo, aunque sea un poquito. Además, no interrumpa cuando le hablan, que parte de saber dar una buena cura, es el saber escuchar, esa, es la mejor medicina.
La enfermera aprovechó que el paciente le había hecho un gesto de que le ayudase a arreglar su almohada y mientras estuvo reclinada, muy cerca de sus oído le dijo:
—¡Yo vivo de realidades! —y para desembarazarse de la situación de tener que explicar su tono quedo, añadió— tengo que ir a buscar unas medicinas —pero lo dijo con tanta falta de convicción que hasta ella se dio cuenta, de que ojalá y hubiese sido cierto, porque no engañaba a nadie.
Luego de un instante de silencio, alzó sus ojos, miró a la derecha, luego a la izquierda. En el cuarto del hospital había tan sólo lo común, camas alineadas, paredes blancas, un reloj sobre la puerta de entrada, bandejas para las medicinas al lado de cada cama. Revisó minuciosamente cada detalle con cierta lentitud, y un aire de abstracción en otro mundo dejó caer su mirada sobre la enfermera, que ya se había dado la vuelta para alistarse a salir.
—¿Y es feliz? —él peguntó.
Como si las palabras hubiesen tenidos manos que golpeaban en su espalda, ella se dio vuelta, lo miró vacilante, pero esbozando una sonrisa fingida le respondió:
—¡Si!
El paciente, sin querer dejarla ir, porque sabía que perdería la oportunidad de conversar con ella otra vez, volvió a preguntar, como lo había hecho en ese momento:
—¿Y es libre?
—Si —volvió la enfermera a dar su respuesta simplona y despreocupada— o acaso hay algo que usted pueda decirme sobre la felicidad y la libertad. No sé, que se idea se ha hecho usted de mí, pero le digo que no se deje confundir por este atuendo y mi cara seria, porque no soy prisionera de nada, lo que es más, soy tan libre y feliz como el que más. Pero dígame, ¿cómo me ve usted…?
El paciente, detuvo sus ojos de frente hacia los de ella y sonriendo le contestó:
—A decir verdad, la imagino muy lejos, entre telones de boca pintados de rojo, y un atuendo menos frío, con sus ojos brillando, pero, por la alegría de estar volcándose sobre su propio reflejo. Pero, usted ya me contestó, y podría ser que así es…, usted es libre y feliz, sino, para qué iba a molestarse en escuchar a un pobre loco, ¿verdad? —y comprendiendo que ella escondía la verdadera respuesta, se recostó y le dijo:
— ¡Volverá pronto!
La enfermera, sintiendo que el fracaso de su mentira había sido descubierta y ahogada, no por las preguntas de él, si no por sus propias respuestas, contestó, queriendo disimular su descompostura:
—Como usted mismo lo dijo, si escuchándolo voy a ayudar a que se recupere, y hasta por humanidad, creo que podría hacerlo, claro, sólo si al señor le parece, volveré.
—¡Si me parece! —comentó— me gustó mucho charlar con usted, me agrada mucho y me hizo bien. Cuando regrese, podríamos hablar de prisiones y presos.
—¿De prisiones? —preguntó— no, de eso no. No me gustaría hablar de ningún tipo de encierro.
No tardó mucho tiempo desde su partida, cuando se la vio nuevamente entrar por la puerta, que vista desde la cama del paciente, parecía estar a millas, pero al verla acercarse, esas millas se redujeron a nada, y en segundos, ella estuvo nuevamente, con sus ojos cristalinos y sus manos blancas, delicadas, dejando una jarra de agua sobre la mesita del paciente, y haciéndole saber, que aunque el tema no era de su agrado, y recalcando sobre su libertad preguntó:
—¿Y por qué le interesa tanto el tema de las prisiones?
—Así debe ser, las prisiones deberían estar llenas de gente libre, porque esa libertad es tan falsa como una moneda de carbón. Mientras que los presos, los pacientes, los locos, gozamos de todo con el menor esfuerzo.
—Perdón, creí que iba a decirme algo sobre la libertad, y no sobre como conseguir las cosas de manera fácil. ¿No pretenderá que me enferme o me deje arrestar para tener las cosas?
—No era ese el punto. Lo que yo quiero decir, es que nadie es tan libre como piensa, ni tan feliz como se imagina…, y sabe ¿por qué?, porque no sueña.
—No lo comprendo? —contestó la señorita— ¿además, va a seguir con eso de los sueños? ¡me parece que quiere burlarse de mí!
—¿Burlarme de usted? ¡¡Jamás!!
—¡Sí!, ¡diciéndome todas esas cosas, que, me suenan a una sátira, una ironía contra…!
—¿Contra qué? —interrumpió el paciente, mirándola fijamente a los ojos, para mostrar que no tenía ganas de molestarla.
—Contra todo, la sociedad, las costumbres establecidas, contra todo lo que hemos construido.
—¡Exacto!. Contra la estrechez de visión de las cosas, pero jamás en contra de usted, no me mal interprete.
La enfermera, alejándose un poco, y buscando las palabras dentro de ella, le dijo:
—No todo es tan cierto en la realidad y no todo es tan hermoso en los sueños, debemos seguir, caer y levantarnos, así es como hemos logrado construir ciudades, comunicarnos y sobrevivir. Un sueño, no me da de vestir, o esta profesión que tengo. Un sueño no me da el dinero que…—esas palabras, estaban calando en la intranquilidad del paciente hasta un punto que no soportó más…
—Pero nada de eso le da la felicidad ni nos deja ver claro como enfrentar las cosas, nos alienan hasta el punto que no somos lo que vestimos, sino el vestido, no somos los profesionales, si no la profesión, pasamos a un segundo plano lleno de otros que nos quedan escondidos dentro de lo que no ven los demás ojos. Los sueños van más allá de la física, de la metafísica, los sueños nos dan la posibilidad de encontrar respuestas hasta para los problemas más comunes. Usted y otros me han juzgado de loco, de irreverente, y por mis líneas, por el bienestar que tengo con ellas, créame. Me arriesgo a todo. ¿Cuántos harían eso?
—Estoy de acuerdo con todos, que como usted busquen sus propios caminos, pero no quiero que en esos caminos justamente, se pierdan.
—Yo, he sido un loco, o como me quieran ver…, pero a esta sociedad le he dejado muy claro que por ella, no iba a traicionarme. Mucha de la gente que va a mi teatro, están desgarrados por esas costumbres que usted menciona, y mis obras han sido, su máquina de coser. No les pido que dejen nada, les exijo, ¡qué no renuncien a si mismos!
La enfermera, mirándolo con mucha ternura, asentía con su cabeza mientras él hablaba, sus labios, en una contracción de intriga, dejaron entrever su picardía y su sonrisa. Tenía en sus ojos, la influencia acogedora de su interlocutor. La seriedad y convicción con la que había dicho cada palabra, la envolvieron. Tenía toda una vida tras su uniforme, pero no podía negar, que alguien que mantenga los sueños como bandera, debía de tener mucho para dar.
—¡Por favor, explíqueme! —le dijo, mientras el reloj marcaba las dos.
Él, enjugó su labio superior con la punta de su lengua y dijo:
—Todo es una ironía, es verdad, una sátira contra los sentimientos de esclavitud impuestos por una sociedad ciega. La sociedad, un caimán, jurando que ama a sus presas, mientras espera paciente para clavarle los dientes en plena nuca. Hay que desatarse de lo inútil…
La enfermera, dejándose llevar por el encanto, sonrió, mientras se repetía a sí misma… “hay que desatarse de lo inútil” y le dijo:
—¿Qué tiene que ver todo eso con las cárceles?
—Las cárceles, son una metáfora. Si usted, que es una persona libre, debe atarse a su trabajo, para tener donde vivir, algo que comer y beber, y beber dicho sea de paso siempre es bueno, debe comprometerse con su familia, para que no la desamparen, debe cumplir las normas de la sociedad, que no siempre son de lo mejor, para poder caminar altiva por las calles, convirtiéndose en presa de todas esas cosas. Un preso tiene comida gratis, ropa gratis y no le debe favor a nadie… ¿quién resultaría más libre, si hablásemos de la libertad como debe ser?
La enfermera, desde su silla, que había acercado para escuchar a su paciente, murmuró para si misma, casi inaudible y su mirada perdida en el espacio…
—¡Estamos presos en una vida que no cambia ni siquiera por un instante!
—¿Perdón? —dijo su paciente.
—No, no he dicho nada, nada importante, olvídelo —mintió ella— yo sé que estoy bien como estoy —dijo fingiendo aunque su voz era firme.
—Creí que había dicho algo —espetó él.
—No, no ha sido nada —replicó ella con sus ojos, sin estar del todo en la realidad.
—¿Y usted es libre, o debería decir no libre? …no ya no sé… —la señorita intentó esconder su rubor por no saber como hacer su pregunta.
Después de un ataque de voz, y de los estremecimientos en el cuerpo, el paciente, se recostó y recalcó:
—La cárcel es una metáfora —explicó— yo nunca he dejado de buscarme a mi mismo, porque de no hacerlo, también estaría preso —y agregó— en mi teatro no hay ataduras, muestro que afuera, en el mundo real, funcionamos al revés. Somos libres, cuando nos entregamos a nuestros reclamos y no a los de los demás —volvió a suspirar y continuó— A mí siempre me ha gustado pasear con mi bicicleta, porque me permite respirar mi aire, porque la imaginación debe viajar a toda prisa —y de hecho lo hace— las hipocresías están sentadas en la calle con sus grandes y perezosos traseros, y si uno no va en bicicleta, en un correr a toda prisa, se quedaría a hacerle compañía, y a mí eso no me sienta bien, imagínese un trasero grande. Las buenas ideas y mis ganas de exigir de éste mundo la libertad de vivir, siempre se han peleado con las ganas que la sociedad ha tenido de que no lo haga. Juzgue usted, si no es necesaria una sátira. Si no es necesario conjugar la imaginación con la anarquía…
La enfermera, en su tono casi lírico que viene con la idea de las buenas costumbres, y muy lejos de referirse al trasero por su nombre —seguramente buscaría otro epíteto— quiso sostener:
—¡Una anarquía no es posible…!
Cuando quiso henchirse de orgullo por el sistema, el paciente la detuvo con sólo una pregunta…:
—¿Dónde queda la felicidad, cuando la estupidez de la norma prohíbe el motivo que la causa?. No, no, no señorita, cuando la norma no rige más que para frenar, es muy claro que los humanos deben derivar en su opuesto…
La enfermera, ya repuesta de su dilema anterior, alcanzó a decir:
—Usted habló de las telarañas sobre el cráneo de su reino —y para dar rienda suelta a la locura, la encantadora locura de su paciente añadió una pregunta— ¿Es usted un rey?
En la mirada dulce del paciente —casi como la de un infante viendo al cielo—se encendió la luz de su orgullo y respondió:
—¡Sí!. Un rey, ¡Roi!, de todos los caminos bajo mis pedales del escenario, de entre los ojos bien abiertos del mundo, me llamé…: L’imaginer… —continuó— No pregunte sobre cetros o coronas porque no hacen falta para ser quien, dirija a las masas.
—Pero un rey está muy atado a los súbditos —ella dedujo— entonces, ¿cómo conserva usted esa libertad de la que habla…? usted también estaría preso de ellos —respondió rápidamente la enfermera con una actitud muy audaz y para demostrar su satisfacción por el dardo lanzado tan acertadamente guiñó su ojo.
El rey, sonriendo afablemente respondió:
— ¡Ah! ya veo que ha comprendido como es el juego, pues ahí está la cuestión y por eso la importancia de viajar a las colinas…, de encadenarse, pero a nuestra propia libertad.
Como una flecha de arco enemigo sobrevino una nueva pregunta de la enfermera, que en su afán de conocerlo más, pecó de cruel.
—¿Y cómo ha venido a parar usted aquí para estar tan solo?
La pregunta produjo un espasmo en él, abrió sus ojos como faros, dando la impresión de ver un barco venir directo para chocarse en su islote, y aunque gritasen: ¡gira a babor!, el choque era inminente! Pero, pronto retomó su calma habitual, comprendiendo que en las palabras de la enfermera no había ninguna mala intención, y repuso con aire de nostalgia y de ironía a la vez:
—Hay que admitir, que la vida también puede ganar, una que otra batalla…
Pero ella enseguida lanzó una contra respuesta:
—¿Una que otra?, ¡la vida las gana todas!, y por eso es que aún, usted no me convence del todo con sus sueños, porque ¿a dónde nos llevan al final?
—¡Bah! hay muchas batallas que podemos ganar nosotros, y he de morir convencido de que en este mundo, hay forma de sacar respuestas y soluciones en los sueños y que hay un nuevo plano que puede hacer que nuestra permanencia en esta vida sea intensa, así habremos ganado nosotros la guerra, el cuerpo es un bulto de carne para los gusanos aunque no lloro por eso. Mis obras, han buscado la fuerza y el coraje de las poesías de Rimbaud y Baudelaire, esa fuerza que invita al choque contra las telarañas de una conciencia dormida, sin ponerse a la defensiva contra ningún estímulo que busque huir de las ganas de hablar, y en esas obras, un cuerdo no es más que un individuo que resulta sobrando…
—Debo ir a visitar a otros pacientes, ya me he quedado más de la cuenta. Además, creo que sería mejor que descanse —dijo la enfermera sonriéndole amigablemente y agregó– un rey debe descansar para mantener el semblante lozano, y así sus súbditos lo querrán más, mucho más…
—¿Cómo? ¿se va? ¿sin que yo se lo permita? usted me agrada, acaba de volverse libre.
—Sí, me voy, pero muy pronto volveré.
—Claro que sí, una vez que me ha conocido, me extrañará y tendrá que venir por acá, esa es mi ley —le respondió ahogando esas palabras con un bostezo.
En la realidad de sus sueños, la habitación queda a oscuras, su cama flota como suspendida en el espacio. De pronto, allá, en el suelo, un cocodrilo extraviado de su mundo entra con aire señorial, pero su gracia es en seguida eliminada por los garrotazos de cuatro policías que lo venían persiguiendo.
Luego un sujeto muy bien vestido con su traje oscuro y su sombrero de hongo, viene cargando una mesa y entra con desesperación, asienta la mesa, saca del bolsillo de su chaqueta una tetera y del bolsillo del pantalón, una taza pequeña y dos cucharas, acerca hacia él, una silla y un paraguas. Coloca el paraguas sobre la mesa, sirve el café con las cucharas, una en cada mano, revuelve dentro de la taza, se sienta en la silla, mira el reloj, se levanta y se acerca a una ventana, dirige su mirada hacia la izquierda, luego hacia la derecha, mira su reloj, nadie viene, da un sorbo a su café.
Hace un gesto de querer volver a la ventana, la duda lo asalta, se detiene, observa nuevamente su reloj, sirve otra vez el café y cíclicamente la cadena rutinaria de acciones, en segundos: las cucharas, el reloj, el tiempo, la espera…, nada.
Guarda su cafetera, su taza, sus cucharas, cierra el paraguas, lo lanza por la ventana con gesto de desprendimiento y desprecio, levanta su mesa y por último sale por la misma puerta por la que entró.
El rey desde su lecho, en su rostro dibuja una sonrisa, su sueño le produce alegría…
Ahora, una pareja, la mujer lleva sombrero negro, el hombre está embarazado, no se escuchan sus voces, pero por sus gestos, se nota que discuten, caminan por la habitación, ella lo evita y él, la persigue, el hombre levanta sus brazos como apuntando hacia el cielo y luego señala su vientre con cara de intriga, la mujer lo abofetea para tranquilizarlo. El hombre nuevamente muestra su panza y alza las manos buscando respuestas…, otra vez, un sopapo en la cara y el hombre se controla…, ella se va por detrás de la cabecera de la cama y el hombre la persigue…
El rey agranda la sonrisa…
El cocodrilo vuelve reptando a prisa, y de su boca cuelga un pedazo de trapo parecido al uniforme de los policías. Se mete debajo de la cama para esconderse…
El rey, ríe a carcajadas pero luego presiona sus ojos cerrados, en un gesto de angustia.
—¡Vamos, despierte!, hasta un rey debe controlar sus horas de sueño, y no sea alguien que se anula a existir, ¿libre o preso? —dijo la enfermera con una mirada dulce, para animar al paciente que sudaba, como cera expuesta al calor, como si la luz lo estuviera consumiendo. Ella ya le había tomado cariño, hasta necesitaba cerciorarse de que su paciente, aún tenía ánimos de vivir.
—¿Qué le sucede querido rey?
—Mi teatro se quedará sin mí, y eso es algo que no se lo puedo hacer, mi teatro es mi mundo y yo soy su vida…, pero ya me falta poco… —respondió con la voz quebradiza.
—Su teatro no morirá, y usted saldrá de ésta. Aún es muy joven y tendrá fuerzas para seguir, ya lo verá…
—El cocodrilo no encontrará nunca más dónde esconderse… —dijo el paciente con voz apagada por el cansancio…
—¿De qué está hablando? —preguntó la enfermera, extrañada por aquella frase que no pertenecía aparentemente a ningún contexto, pero sabía, que para él había sido algo muy intenso, algo salido de su indescifrable e ilimitado mundo de imágenes…
—No estoy ya en ningún lado… —contestó el paciente con el mismo tono de cansancio— sólo hay silencio, estoy…—no terminó su frase y la enfermera intrigada por el desvarío y atemorizada por perder a su paciente, a su loco, a su rey, quiso mantenerlo despierto y ver si así, podía mantenerlo consciente y luchando. Entre la fiebre del paciente, cada vez más fuerte, y el afecto de la enfermera se entabló un nuevo acto…
El hospital cambia de color. El paciente y su enfermera, iluminados por los reflectores, aparecen en el centro de la habitación…
Enfermera: Debe quedarse.
Paciente: No, ya no estoy en este hospital.
Enfermera: ¿En donde está?
Paciente: Estoy…, estoy en mi teatro.
Enfermera: ¿Un hospital, se ha vuelto su teatro?
Paciente: Si he de morir aquí, pues éste será mi teatro
Enfermera: (tomando su mano) Tiene razón. Aquí ya estamos, quienes hemos llegado para llevarlo hasta muy dentro de nosotros (sonriendo), y usted nunca va a morir. No va a morir. Debe quedarse. Enséñeme más de su mundo de imágenes, déjeme entrar en su teatro.
Paciente: (tomando la mano de la enfermera) Ya está en él. ¿Acaso, no ve los telones detrás de usted? Acaso, no ve las butacas frente a nosotros, las personas ya llegarán. Dígame ¿no las ve?
Enfermera: ¡Si! ahora ya veo todo como usted quiere que lo entienda y entendamos.
Paciente: ¿Ya es libre?
Enfermera: ¡Quiero serlo! ¡Lo necesito!
Paciente: Sea bienvenida, la estábamos esperando.
Enfermera: Y yo les estaba buscando.
Paciente: Ahora hay…(su voz se quiebra y no puede continuar)
Enfermera: Y un qué? No pare de hablar por favor!
Paciente: Un idiota se levanta, me ataca, y me dice…, grita… (su voz se sigue cortando por la fatiga y mueve su cabeza de un lado al otro)
Enfermera: ¿Qué? ¿qué es lo que le grita?
Paciente: ¡Grotesco! esto es un antro, no un teatro…, tan sólo un loco puede presentar esto y decir que es una obra….y…
Enfermera: Y usted, ¿qué hace? (le pregunta afligida al verlo sentirse amenazado en su propio mundo)
Paciente: El telón aún no desciende, y la expectativa del público, espera que encuentre en el bolsillo la respuesta que debo dar… Un minuto de silencio…, les pido mi querido público…, intelectualmente, alguien acaba de declararse muerto…, aunque (pensé para mi) ante tal carencia de, por lo menos, sentido común, nadie debe callarse, y me eché a reír, el público, primero reaccionó desconcertado, pero luego, se dieron cuenta que lo que ese tipo había dicho de mi obra era una gran tontería y también comenzaron a reírse de él…
Enfermera: ¿Y el cocodrilo?
Paciente: El cocodrilo está detrás de mí, jugando con los mundos que encargué. Hay uno en forma de usted, porque en mi teatro hay espacio, y todos somos un mundo.
Enfermera: (con voz nostálgica, recorriendo sus hombros con sus manos, como si estuviese conociendo recién su cuerpo) También quiero estar, entrar por las ventanas, cuidar del cocodrilo…, ya no quiero despertar.
Paciente: Debe hacerlo. No tema, ya ha entrado en la Pataphysique, y dejar soñar hasta romper los huesos de las necedades, le será imposible hasta el día de su muerte.
Para ambos, la realidad encendió las luces, es hora de enfrentar a los demás. La escena termina cuando sus cuerpos se recogen como bebes envueltos por el frío y vuelven a estirarse. Ella, sobre sus pies, y él sobre su cama de hospital.
Todo ocurrió, de una manera tan fuerte, que su conversación, como la mantuvieron ellos, fue sin tiempo, y en todos a la vez, sin un espacio, pero sobre el mismísimo mundo tan sutil. Sus cuerpos siempre estuvieron en sus lugares. Sus mentes, fueron las que se unificaron.
La enfermera dejó que sus labios se movieran apenas, porque sabia que su paciente, ya para entonces su favorito, se estaba yendo entre los sudores y la fiebre. Sabia muy dentro de él que al dejar la sala se acabaría la locura, que había trepado los techos de su vida, luego de dejar el agua en el velador, salió con ganas de gritar:
—…¡No……..!
Sintió como si al rey lo fuesen a arrancar de su propia piel, para encerrarlo en una burbuja.
El paciente se sintió por primera vez derrotado ante la soledad, que se sentía en aquel cuarto, ante las fuerzas de la realidad misma, esa realidad de la que siempre se dio el gusto de burlarse, respiró profundamente al tiempo, que cerraba sus ojos.
Entre las machas que siempre quedan en las pupilas, después de haber estado expuestas directamente a la luz, distinguió una mancha circular que fue tomando corporalidad, y la forma de una silueta obesa con aire juguetón que se detenía en frente suyo y oyó –mientras iba aclarándose frente a sus retinas— que le decía:
—¿Qué es lo que estás haciendo?, Acaso vas a dejar que un cerrar de ojos y dejar un cuerpo termine con la fuerza de toda tu ciencia? Ambos fuimos a nuestro tiempo reyes, de las colinas y otros imperios y hasta en las celdas. Me creaste para ser el símbolo de lo que será un teatro de los mejores. Qué importa que hoy estés solo en una sala, si jamás van a olvidar todo lo que has hecho. Soy Ubú, me hiciste rey y por lo tanto grande, y ambos fuimos de lo mejor, ahora somos libres de que nos olviden. La sola palabra: Olvido, nos teme; habrán quienes sepan que fuimos teatro, personajes y a la par escritores, así que mejor no te derrumbes porque si no te expones, a que te mande a torturar con torsiones, arrancadas de ésto y lo otro, como sólo yo se hacerlo.
Un niño, quien el rey siempre mantuvo dentro, como su esencia, jugaba sobre su columpio, junto al cocodrilo. El niño, comenzó a extender su mano y al cabo de unos segundos, se había transformado en el adulto, el mismo que breves minutos antes, yacía en la cama de un hospital, pero ahora era nuevamente el director de un teatro eterno. Las palabras, que le llenaron nuevamente de su ciencia imaginaria, produjeron la paz de saberse irreverente, polémico, genial.
El rey, nuevamente sobre su bicicleta, se despidió, dejándonos su teatro lleno de su locura, gritándole al mundo:
—¡¡¡¡Mierdra!!!!
DEMENTE
Luego de haber estado un tiempo acodada en la ventana que da a la cocina, se ajusta su delantal, refriega sus manos antes de levantar las mesas. Camina lento y mordiendo su labio. Al asir el plato, puede ver sus manos sobre la porcelana, dedos que se confunden con las sobras. Y es ahí cuando ve, que esas sobras son ella, su vida, su tiempo, el recuerdo de ella misma eran sobras. Está su boca, sus sueños, sus mejores tiempos. Se fija en las mesas contiguas y la impresión es igual. Sus huesos, no resisten verse en todo lo que sabe a restos. Siente todo su cuerpo por todos lados. Es su soledad sobre los platos.
No aguanta más, y de prisa, deja caer todo lo que tiene, sale de esa galería de su historia. Siente que quiere hacer lo que sea, pero no sabe qué, se siente con ansias de que su paso se oiga, pero no sabe cómo. Simplemente se obedece a sí misma y sale. Corre. Siente que se ahoga y empieza a caminar sin reducir su apuro. Roza con la gente. Quisiera hablarles. Ser vista. No puede. Ya el desamor ha descolorido su vida.
Después de tanto vagar, entra en un nuevo salón lleno de mesas, pide su orden, tan sólo por hacer algo, quiere ser como los demás, dejar ella su rastro, dejar de ser las sobras. Casi ya, al terminar, se da cuenta, que es ella nuevamente, que en sus restos, también se ha quedado ella.
Sobre su plato, blancos y fríos, están sus ojos que la miran de regreso, están frente a frente juzgándola fijamente. Ella, los cubre con su mano casi transparente, al sentir, que tienen ganas de llorar.
MIRADA
HACIA ATRÁS
(a Horacio Quiroga)
El cielo se me ha vuelto una amenaza…, siento que en cualquier momento devorará algo de mí…
—¡Un sorbo más y habrás muerto!
Fueron las palabras que resonaron dentro de la habitación.
—¡Vamos! ¡levántate que ya es hora!—dijo, secamente una voz inquisidora.
—¿A donde me llevarán?
—Has matado a un hombre, ¿a dónde crees? ¡a tu juicio!— contestó esa misma obscena voz, pero ésta vez, hablando en un tono burlón.
Un corredor, angosto prolongándose como un cadáver en toda su horizontalidad, con aromas secos, por el cual iba a paso lento el preso de la celda más fría. Con su figura delgada sin cadenas, pues, el hecho de haber anulado una vida, de haber matado a alguien no influyó para ser tratado como un vulgar criminal, además, no tenía fuerzas ya, para siquiera intentar huir, había que ayudarlo de vez en cuando, sujetando sus brazos para que caminase derecho. Lo que no se había debilitado era su mirada profunda, una mirada fascinante y sensible, capaz de encontrar el mínimo detalle hasta en las baldosas que se perdían a lo ancho y largo del blanco y lúgubre, casi interminable, pasillo que debía conducirle a su última sala, pues, su muerte ya estaba dictada, como una sentencia ineludible. Su juicio era tan sólo para escucharlo decir su confesión.
A cada paso que daba, una sucesión de recuerdos venían a su mente, una caravana de imágenes que no podía discernir si eran de su vida, o de su aguda capacidad de distinguir formas en el piso. Flotaban rostros por doquier.
Bastaba con que fijase sus ojos…, y ahí estaban: rostros, aromas, momentos hermosos, y otros horriblemente conmovedores, todos sin excepción, con una cualidad especial: …romper en cristales de agua trayendo sus sombras; saliendo del piso, flotando en el espacio…, ahí en frente de sus ojos, dentro de su mente, como si su cerebro le invitase a crear, más y más. Hermanos comiendo los restos de su vida, el rostro de una niña inocente y tierna, confiada en las habilidades de su padre para construir un mundo completo, los delirios de una joven apunto de estallar por la fiebre. Muchas imágenes eran las que lo invadían, y todas le llevaban a pensar en lo frágil que resulta ser la vida a fin de cuentas, porque todas aquellas visiones, con o sin razón aparente, le hacían pensar que eran historias cuyo final sería la muerte.
También pudo ver el rostro del hombre al que había dado muerte poquísimo tiempo atrás, aunque por aquel ser no sentía compasión alguna. Todo podía sentir, quizá un hato de furia, al admitir que, aunque tenía que morir de aquella u otra manera (eso no alteraba su opinión, porque aquel hombre debía morir), sentía como una astilla que se clavaba en algún lugar de su cuerpo, porque, ante sus propios ojos, aquel hombre era increíblemente inteligente y hubiera podido dar más. Sentía que él —ese hombre envenenado—debió tener una vida mejor.
Mientras daba cada paso con ritmo de música lenta, iba buscando una palabra, la que diría en su juicio, el argumento ideal, aunque igual lo condenasen a la horca, al paredón, a la silla, igual lo mantendría en su defensa. Buscó muy dentro de si, el mejor argumento era la eutanasia.
Un hombre enfermo en el alma, sufre mil veces más, de lo que un hombre enfermo de cáncer.
Sí, ese era el argumento, aunque no le satisfizo del todo, eso era lo que iba a decir. Diría que él lo había conocido muy bien, y por eso sentía rabia y lástima, como aceite y agua dentro su cuerpo. Sí, sentía lastima, pero por la vida que le había tocado, pero, ¿pena por haberlo muerto?, ¡no!, porque pena, hubiese significado que no mereciera la muerte, y de eso él estaba seguro, así debía ser…, tenía que matarlo.
Frente al juez, frente a Dios o al que se lo preguntase, ese sería su argumento (aunque no le satisfizo del todo).
También estaba seguro de que iba a ser declarado culpable, pero, que al indagar sobre la vida de su víctima, verían que en verdad había sufrido hasta lo indecible.
Los demás rostros, en los que quizá no se había fijado tanto, cruzaban como rayos, sus pensamientos, le traían: nostalgias, los relacionaba con sus recuerdos, sentía que ya los había visto, sin alcanzar a determinar dónde.
La sombra lánguida proyectada por su cuerpo se alargaba de tal manera, que parecía decir a gritos: —¡ya lleguemos hasta la puerta de una vez!— Él mismo era una imagen, entre sus obscuras ropas y su barba larga, que era la más obstinada enemiga de la blancura del sitio; todos los demás detalles de su personalidad que le hacían, inclusive, lucir magnificente en todo el espacio, sus ojos altivos con una actitud de valentía, hacia el final que le esperaba, era sobrecogedora.
Su altivez, (aunque desmejorado por la enfermedad que había empezado a carcomerlo), no cedió jamás a ninguna muestra de temor, sus ganas de seguir haciéndose presente, todo hubiese bastado para atrapar la mente de cualquiera, cómo una muerte anunciada, en una visión triste. Pero para aumentar el horror de éste cuadro, confirmando que su salvación era imposible, junto a éste hombre, estaba la presencia de un sacerdote con aire senil, otro ser que actuaba de verdugo con una personalidad tan fría que parecía que era parte de las paredes, vagaba como un fantasma.
No habían caminado ni tres metros, y el sacerdote en sus ansias por redimir al acusado, no vaciló en pedirle que descargase en él, toda confesión, para que al menos, pueda aliviar su pena.
El hombre, que entre sus ojos tenía rasgos de dolor, confusión aunque también, inconcebiblemente mostraba paz, respondió:
— No sé si debía ser así, pero así fue.
—Has matado a un hombre y el por qué, sólo lo sabe quien nos ha creado, debes arrepentirte, puesto que está sólo en él decidir como deben ser las cosas.
—¿No me ha escuchado acaso? le dije que yo no sabía como debía ser pero que así fue. Siempre ha sido así. Fuera de mi voluntad están todas las cosas. ¿Acaso usted no cree que quizá, tampoco fue mi elección haber terminado así? Si para aliviar mis culpas contra la moral, pudiera presentar cada golpe que he tenido que enfrentar, no sólo que saldría absuelto ésta vez, sino que me iría campante hoy, y en cualquier otro momento, pero no estamos para elegir, para todo hay que saber ir con la frente en alto.
—¿Hablas que sería cualquier otra vez? ¿Acaso lo volverías a hacer?
—No confunda las cosas… —respondió con un tono austero y frío— Las cosas se deben a sus circunstancias, aunque parezca que es a nuestra voluntad. Ya alguna vez maté también a otro hombre, una persona muy cercana a mí, a quién quería mucho, y lejos estuve de querer hacerlo.
—¿Lo querías? ¿Entonces, porque lo mataste? —preguntó el sacerdote con su rostro contraído, suponiendo que seguramente se trataba de alguien no sólo cercano, si no querido, lo confundió, pero prefirió dejar que la confesión siguiera su curso natural.
—Al hacerlo, también morí yo. Como usted lo ha dicho, Padre, quien nos creó debe saber por qué.
La verdad no veo ahora la diferencia de contarle o no, lo que pasó ese negro día, pero si le puedo asegurar que el dolor lo llevo en mi alma todos estos días, no me culpe por algo que me duele tanto.
—Pero, no se puede hacer algo y luego culpar a las circunstancias —pensaba el sacerdote.
—Tan sólo le pido que no me culpe por algo que me duele tanto, porque al hacerlo, también morí yo… —repitió, sus ojos se le escapaban hacia los zapatos del sacerdote, hacia el piso, hacia donde fuera mejor con tal de no dejarse ver con las lágrimas, que densamente se acumulaban en sus bordes.
Esa fue la respuesta que hizo reflexionar al padre sobre la crueldad que pudiera o no, estar en aquella alma. La posibilidad de que las circunstancias pudieran haber incidido en el resultado concreto de sus actos cobró fuerza en su mente y decidió esperar un poco, antes de seguir con la confesión, (se había dado perfectamente cuenta de que no había que buscar cosas que comprometiesen las posibilidades de mantener una relación de armonía en ese momento). En realidad vio tanta sinceridad en su actitud que creyó necesario darle un poco de espacio.
Miró las manos del preso y respiró muy hondo, como diciendo: “tienes mucho que decir, pero será cuando tú así lo decidas”
El hombre comprendió la intención silenciosa del sacerdote y también con un profundo suspiro, miró hacia delante, trago saliva como para evitar que salieran sus lágrimas y retrajo su paso para ganar tiempo y continuar haciendo algo que podría hacer una vez cruzado el umbral: mantenerse en contacto consigo mismo.
Intentó recordar cómo iba la ópera de Tristán e Isolda, pero al no poder hacerlo, detuvo su silbido y a su mente vinieron vagos recuerdos de cuando estuvo en la selva y aprendió de minería, de cómo su amigo le insistía en que debía cortar su barba, y entonces su ceño se frunció levemente al recrear mentalmente el momento en que lo vio caer al suelo, con su mano sobre su herida y la expresión en el rostro de ambos (la fatalidad del accidente había hecho que ambos reaccionaran de una manera idéntica y armónica, que sus rostros parecían uno solo), suplicándole al tiempo que regrese, una expresión de parálisis, como si se mirase a un ave precipitarse hacia el suelo, herida por una piedra que fue lanzada casualmente. La impotencia de no poder evitar el impacto, el sentir que alguien estuvo en el medio de la trayectoria de la piedra en su encuentro con la desgracia. Tenían en su rostro la palidez de lo inevitable. Uno era la víctima de la fatalidad en su forma de herida; el otro, era la víctima de ser el culpable. El que había lanzado la piedra.
Las balas nunca estarán hechas para corregir error alguno, porque ellas son de esencia y cuerpo, un error, era la idea que cruzaba por su cabeza.
El sacerdote, que había reconocido en el condenado aquella expresión de sincero dolor le preguntó:
—¿Y por qué matar, porqué quitar la vida?
—¡Esa es mi misma pregunta! —interrumpió con una voz quebradiza, y sin dejar que el sacerdote continúe con su pregunta, él prosiguió cuestionando con sus frases inquisidoras acerca del por qué arrancar la vida de seres amados. Y profirió una contrapregunta gritando:
—¿Sabe usted, Padre? dígame, ¿por qué la muerte es tan implacablemente cruel? —y continuó— Usted no sabe lo que es ver morir a todos quienes amamos sin razón aparente, tan sólo desaparecen. Una vida llena de dolor puede ser suficiente para enloquecer a cualquiera, ¿no le parece? Además ¿por qué se asombra tanto de la muerte, si usted la conoce como el paso a otra vida más larga que ésta, pero yo a la muerte, la conocí como la forma más lúgubre de alargar la vida que tenemos aquí? Aunque a usted no le parezca, o lo crea inverosímil, tanto usted como yo, vemos a la muerte como redención. No me relacione con un criminal. No he gozado con nada que he visto pasar en este mundo, quizá mis tiempos debían ser otros. Tiempos en los que mi suerte y yo, estaríamos amando una mujer, criando nietos…, escribiendo poesía sobre las injusticias, o cualquier otra cosa que me llene mucho más, o mejor dicho, que me llene.
—¡Si!, la muerte es un paso a una mejor dicha. Pero no está en nosotros el decidir su momento, no tenemos el derecho de juzgar quien y cuando ha de morir. Es la forma en la que llegamos a ella, la que marca la diferencia! —respondió el sacerdote…
—Cuando la vida no ha traído más que desgracia, tanta que el corazón ya no puede reconocer el sol, ¿no es justo acaso enfrentar a la muerte como una herramienta de vida? —respondió el condenado, y prosiguió— Y le repito, yo no he gozado al ver morir a nadie, no he querido matar a nadie, mis intenciones siempre han estado muy lejos de querer lastimar a nadie, pero no es culpa de las rosas estar cargadas de espinas...
—¿Rosas? —inquirió el confesor, con una voz fuerte— ¿Crees qué, quien acabas de matar te va a agradecer tus intenciones?, que dirá: “estoy muerto por las buenas intenciones de alguien más y eso me ha hecho tan feliz…”
—¡Usted está para escuchar y no para juzgar, sino, se puede marcharse a comentar sobre la muerte con las demás bocas, que no se cansarán de criticar, de alimentarse con el dolor ajeno! —contestó el condenado, llenando sus ojos de un sentimiento de frustración por no encontrar las palabras precisas para que sus ideas no sean mal interpretadas, y continuó— La primera persona que maté en mi vida, fue el producto de un infortunio, de un accidente. Quiero que entienda lo doloroso que resulta ver como yace junto al dolor propio, el cuerpo de un amigo…
El sacerdote, al escuchar ésta última frase, abrió sus ojos de asombro, casi exagerado (de querer alguien entrar por los ojos tan abiertos del sacerdote, lo hubiera hecho caminando erguido sin ningún problema), quiso recapitular en su mente la cantidad de ideas diversas que le habían venido durante ese corto lapso. La primera vez no lo creyó un criminal pero las palabras: “matar a un amigo”, juntas en la misma frase, pusieron sus nervios a punto.
—¿Mataste a tu amigo? —le preguntó, que en lugar de pregunta adquirió el tono de una exclamación condenatoria.
Éste, con la mirada contrariada y los ojos cristalizados, respondió:
—¡Si! —y, con la saliva atrapada en la garganta, continuó— Sí, era mi amigo, mi mejor amigo —y prosiguió, casi entre delirios por el dolor— El fuego resopló, y fue a dar en su cuerpo, mientras en mi mano, la maldita boca que escupió la bala… —otra bocanada de saliva y se quedó en silencio.
“De los infiernos,
una criatura:
con seis colmillos letales,
con la mirada de la mala intención,
vino y se posó en mi mano,
escupió su fuego,
abrió una ventana en el vientre de un ave,
un hoyo con delirios de abismo,
en donde cayó un inocente
y también… mi alma…”
¡No!. Era muy mala poesía, no decía con precisión lo que él quería decir, ni siquiera era poesía, su estado de ánimo en ese momento no dejaba que por lo menos el buen gusto hiciera un esfuerzo, para dejar ver, que no era ningún criminal como lo habían creído.
Sí, dar muerte a alguien, es algo cruel, por eso, sólo él se sabía inocente, puesto que nunca había buscado hacer daño a nadie. Pero, una vez más, las circunstancias le habían jugado una mala pasada y todo resultaba ser en vano. Por eso calló el intento de poesía y las justificaciones que resonaban en su mente.
El sacerdote volvió a su primer estado: “no parece mentir y, al hablar he visto su dolor” —pensó para si mismo.
—Y el que acabas de matar, ¿también fue tu amigo? —preguntó con recelo, por saber ya de sobra, que era un tema muy delicado, mas, decidió arriesgarse y trató de abordar nuevamente el asunto.
—De él no quiero hablar. Su vida ha sido tan dura que la muerte ha apagado los carbones por los que siempre caminó, pero no quiera hablar de eso…, tal vez yo mismo, si es que me place, se lo cuente luego.
Al decir esto, volvió a callarse, y mordiéndose en un sutil movimiento para que nadie se diera cuenta, contuvo su respiración, como lo hacen los niños cuando no quieren que los vean llorar…
Aunque era tan sólo un breve corredor el que debía transitar, para él se convirtió en una travesía de miles de salas, cada una mucho más dura que la anterior, ¿es que, hasta el día de su muerte, iba a encontrar alguna cosa que le supiera a dolor? Se preguntaba, mientras caminaba, dejaba una sala, para inmediatamente entrar en otra.
Como salidas de las paredes se le venían visiones, espectros de luz que flotaban y lo traspasaban. Entre las siluetas, él caminaba fascinado, otras veces, horrorizado. De vez en cuando volteaba hacia su acompañante, para comprobar si éste veía también aquellas siluetas que se elevaban sobre el piso, pero al ver el perfil del sacerdote caminando casi inmutable, supo que no. Aquel corredor estaba lleno de imágenes únicamente percibidas por él.
Eran demasiado ambiguas esas apariciones, había gente que no le hacía daño, otras que le pedían consuelo, y lo ambiguo, radicaba en que, al verlo pasar, todas tenían una mirada perdida en el tiempo, aunque, por otro lado era muy lúcida la expresión de tristeza y nostalgia que de ellas venían. El peso que le traían sus recuerdos, lo ponían a él mismo en un estado de sentirse y verse idéntico a todos los espectros que flotaban a su lado. Entre brisas de un viento gélido, dos jovencitas hicieron su aparición. Sus formas espectrales, como las demás, (únicamente visibles para el condenado), se mantenían en el aire y en el tiempo, flotando sobre la muerte. Traían cada una: rosas, con largas espinas que se les introducían en la piel y, entre manchas rojas, hacían una peculiar danza, se tomaban de las manos y le sonreían con un aire de paz, de hecho, no parecían importar sus heridas de espinas, tan sólo las rosas eran lo que ellas querían mostrar. Bailaban como diosas perdidas en una dimensión de música, rosas enfermas y miradas de ternura para aquel preso.
Él, las veía con ojos bajo influencias extrañas, que ni el opio hubiese podido provocar. Se le helaban las piernas porque tenía la certeza, de que una de las diosas, era su propia sangre, y por eso él también les sonreía. Cuando habían llegado cerca de ellas, un aroma a selva invadió el lugar y las jóvenes se dirigieron hacía él, se le acercaron al oído muy lentamente, y rozando sus mejillas contra su espesa barba le dijeron…:
—Siempre has estado en nosotras, ahora nosotras entraremos en ti para marcharnos juntos hacía la paz —y en un movimiento de fracciones de segundo, de extremo súbito, los espectros se incorporaron en su cuerpo, y un escalofrío de calma y sosiego le recorrió toda su humanidad, contrayendo sus nervios, y las heridas de las rosas se quedaron en sus manos, no como un ungido, sino como si aquellas marcas hubiesen sido un beso, por todo el amor que descubrió sentir por aquellas jóvenes, como el beso de una esposa y una hija.
Ésta vez le fue mucho más difícil controlar sus lágrimas, pero como el guerrero, lleno de coraje que siempre había mostrado ser, mantuvo su mirada siempre altiva, encontrando las fuerzas que necesitaba para seguir caminando.
El sacerdote que iba contrariado con sus propias tribulaciones, tan sólo pudo sentir la brisa y el espasmo en el cuerpo del hombre…
—Parece que a tu cuerpo le ha venido un dolor repentino —alcanzó a decir.
—¡Sí! —respondió presionando su vientre— es como si me hubiera tragado algún parásito de aves. Sabe, son muy peligrosas. Una vez, supe de una joven a quien le habían chupado toda su sangre, generalmente están en las plumas de las almohadas —(y en mí no sería extraño, que hubiese entrado una, al momento mismo que mordí mi almohada al saber que nuevamente la muerte venía a triturar mi vida) pensó para si— Son unos bichos de un aspecto repugnante y saben esconderse muy bien entre las fibras. No sólo creo que pudiera tener uno, sino varios, y que no van a parar hasta que me hayan destrozado totalmente el estómago.
El sacerdote creía que eran delirios por lo comprometida que estaba su vida en aquel momento, y atribuyó a este hecho, ser causa de su fiebre y sudor. No obstante, para darle un poco (si no podía ser de alivio) de tranquilidad, le preguntó:
—Hace un momento hablabas de poesía ¿Te gusta la poesía?
—Sí —respondió— Hace muchos años escribía poemas: sobre el mar, sobre lo que me rodeaba, y fui bastante bueno, de hecho, si este juicio, no fuese el último sitio en el que voy a estar, continuaría escribiendo. Sabe, el escribir siempre me ha dado, o mejor dicho, ha conseguido darme algo de paz.
Al término de estas palabras, se le vino un susurro a su oído: la ópera de Tristán e Isolda que había estado buscando en su memoria, y una sonrisa ligera, pero fuerte, se dibujó en sus labios y suspiró:
—¡Ah Wagner ,siempre ha sido una delicia escuchar a Wagner! pero ya lo ve… —continuó— aquí estamos cerca, cada vez más de esa puerta que no he de volver a cruzar.
Y el padre profirió:
—Puerta que no quisiera que cruces sin confesar tu último pecado, no por mí, sino por ti y tu alma, al fin de cuentas, yo soy sólo un viejo que ha intentado aliviarte.
—¿De él, el último que sí quise matar, ese cuya muerte vi.… Sabe, una de las cosas que siempre me ha angustiado, es la muerte ajena, mi propia muerte, sería un alivio, pero quedarse sin los seres amados, es muy doloroso. La soledad en sí, no es el problema, sino la soledad de la ausencia de quienes he amado: mi padre, mi madre…, mi amigo, todos ellos han muerto ya, y de ninguno quise su muerte, pero el cielo siempre se ha llevado algo mío, el dolor y la amargura de verlos partir, el sufrimiento de no tenerlos más, siempre ha marcado mi vida, no sé cómo juzguen allá, pasando esa puerta, pero no me arrepiento de la muerte que yo provoqué. Que el cielo me perdone por aquel accidente cuando falleció mi amigo. Pero de aquel hombre, señor sacerdote, y vaya que usted si es un hombre insistente, tan sólo se lo voy a resumir así:
Yo no soy nadie para creer que le podía dar la redención hacía el otro mundo, yo no puedo decir, que no tenga mis pies muy lejos del paraíso, pero a ese hombre, con todo su dolor, con el fuego que carcomía sus entrañas, a ese hombre, creo que al menos le di la paz ante este mundo —Hablaba con tanta convicción, que el sacerdote se contrajo y se sintió como la presa frente al jaguar, que al saberse perdido, le suplica que al menos, ser devorado de un solo tajo, para no alargar el sufrimiento. Este mundo no fue lo mejor para él, éste mundo no le permitió amar y conservar. Y de ese hombre…
Se abrió la gran puerta que lo esperaba. Él permaneció muy breves segundos y con una sonrisa de calma prolongó despacio su pierna hacia el primer paso. Respiró tan hondo que el aire, al ser exhalado parecía salir torpe, tropezándose en su boca. Ya en el umbral mismo, hizo lo que tanto había evitado que los demás vieran, cerró sus ojos y sintió correr todas las lágrimas que no había derramado.
Al sacerdote no le impresionó el valor con el que él acusado cruzó la puerta, tanto como las últimas palabras que le dijo:
—Ese hombre, ahora no es más que un cuerpo vacío de mí, lleno de llagas, pero vacío de mí, ese hombre a quien harté de veneno era yo, queriendo que el cielo no me arranchase algo mío, una vez más.
TODA
UNA VIDA
—Ya estoy aquí, vieja…—dijo el señor R, levantado la voz para que se escuche en toda la casa.
—Ya vine —continúo, con el mismo tono, entre alto y atrapado en su garganta.
—Ya cerré todas las puertas y tapié las ventanas para que no se metan los ladrones que tanto miedo siempre te causan. El día hubiera sido perfecto, como tantos que vienes conmigo, el sol quemaba un poco, pero, estaba radiante, tal como te gusta. Me pareció como cuando nos íbamos a la finca a pasar todo el domingo entre recuerdos y llantos y también sonrisas recordando las travesuras de nuestro Carlos. Qué pena que no lo pudiste ver, en verdad hizo un buen día y tú que te has quedado a obscuras. Me hubieras dicho que corra las cortinas antes de irme, si sabías que no ibas a poder levantarte, por esa pierna que no te deja en paz.
Sí, el sol era de los más claros que he visto en mi vida, y, el día, con tanta gente en las calles, o debe ser, que nunca me había fijado porque en nuestros paseos siempre nos han ocupado más las ganas de conversar, que de fijarnos en las calles.
Pasé por una juguetería frente a la casa de Mercedes, y al cruzar a la otra acera me fijé en un chal que había en la tienda de ropa de lana, y pensé que lo primero que vamos a hacer cuando estés bien, será ir a comprártelo, para que ya no te afecte tanto el frío cuando viajemos a visitar a tus hermanos en el pueblo…, ¡ah! y también quiero comprarte un par de guantes que te queden con el chal —eso, inclusive a él le pareció una exageración, pero quería congraciarse con su esposa porque la sentía mal.
Ésta ciudad cada vez está más grande y alocada, con tantos jóvenes en los carros, haciendo tanto ruido, y se me ocurrió, ya que tú y yo estamos viejos, deberíamos irnos a vivir en el pueblo otra vez. Ya nuestro hijo tiene su familia, tiene su vida hecha, ya no tenemos que ocuparnos más que de aliviar nuestros achaques, mi vieja... —terminó aquella frase con la picardía con la que había conquistado a su esposa muchos años atrás.
Sí, el señor R…, era un hombre sumamente especial, con cualidades que lo caracterizaban especialmente, nunca había dejado su espíritu infantil y juguetón, el tiempo le había traído sabiduría y experiencia, pero nunca tuvo armas para arrancarle la jovialidad de un chiquillo. Y por otra parte, estaba su amor y fidelidad que profesaba a todo aquel que hubiese decidido amar. Era incapaz de causar molestia alguna, pero si gritaba a manera de conversación asegurándose de que se escuche por toda la casa, era sólo para que su esposa no tuviese que hacer esfuerzo alguno.
Con su voz, atrapada y altiva, mientras buscaba sus medicinas en el primer piso, decía:
—Espera, que ya subo a contarte todo, como estuvo hoy en el cementerio.
Y con toda la calma, por estar ya en casa, pues eso le complacía mucho, quería evitar el tema, caminaba muy sigiloso por el primer piso, y continuaba relatando su día a voz en cuello.
—La ceremonia, te hubiese aburrido hasta los huesos, sí, lo sé, nunca te ha gustado ver a la gente llorando y gritando, tus ideas siempre han sido, que hay que estar tranquilos porque a todos nos llega la hora, así que, por esa parte no te aflijas al no haber podido estar. Algo que sí te hubiese gustado, hubiera sido ver las rosas y los claveles, aunque sé, que vas a decirme eso de que las flores son hermosas, siempre y cuando estén en donde deben estar. Las rosas eran tan fragantes como las de nuestro jardín.
Hay algo que te debo confesar, ¿si te acuerdas de esos claveles grandes que tenemos bajo la ventana? Esos que te tientan a beber en la mañana el rocío —levantó las cejas y puso una cara con el ceño contraído, como si le fueran a dar un golpe en la cabeza, para decir:
—Me vas a disculpar, porque los arranque, pero tenía que llevarlos al cementerio y aunque te vas a poner remilgosa, sé que me vas a perdonar porque la situación no estaba para menos —en éste momento, volvió a esbozar su sonrisa, la de niño travieso, aunque no quería ni asomarse, para evitar ver el juicio final a causa de las flores favoritas de su mujer— No iba a llegar con mis manos vacías a pararme frente al féretro, más aún, cuando siempre fue muy allegada a la casa, así que, tu silencio de vieja gruñona, estoy seguro se te va a pasar.
Como te iba diciendo, la ceremonia estuvo llena de gente, todos, sin faltar ninguno, se acercaron para mandarte sus saludos y me abrazaron para que me encargue de traerte sus mejores deseos, porque extrañaban que no estuvieses para conciliar el dolor, y hacerlo con tu graciosa presencia, menos duro escuchando tus palabras de consuelo. Y algo que siempre me ha gustado mucho de ti, es justamente eso, que siempre atinas a decir lo que uno espera escuchar, es como si la vida estuviera escrita, y tú, ya la hubieras visto mucho antes, y es por eso que sabes como actuar, frente a todo.
Sí, ya fui a ver si no te has olvidado la cocina encendida, y tranquila, porque no hay señales de que se haya metido el perro de la señora Carlota al jardín a hacer sus gracias sobre las rosas.
Parece que, ni porque hoy es un día muy triste vas a dejar de salir con tus cosas; y si se incendia la casa, ¿qué más da?.
Para su esposa, había tratado de hablar con un tono alegre para apaciguar el dolor, pero en sus adentros, se preguntaba: ¿cuánto tiempo más iba a soportar manteniendo esa voz?, pues, cada vez se la escuchaba más y más contenida, atrapada en la tráquea y dando patadas por salir. En verdad, era un día que ni él ni ella hubieran querido que llegue.
Y continúo…
—Igual, hoy me puse a pensar, en que no importa, como todos nos iremos algún día y mientras sea contigo, sea lo que sea. Y por favor no vayas a salir con eso de que ya estoy senil, sí, estoy viejo pero hoy esa ceremonia me dejó con los nervios que matan, porque siempre me ha asustado perderte y quedarme solo.
Hoy, tu viejo, se puso como en nuestros tiempos, cuando te iba a ver en la casa de tu padre, desde la ventana del patio para que no me siga con la escopeta, hoy te pensé mucho, es la primera vez que no has ido a un sitio conmigo y esa muerte que saca tantas lágrimas, me trajo burlándome de la gota con pasos muy largos, porque estos días que has estado enferma, aunque no lo demuestro, por ser un viejo que prefiere bromear para no pensar en cosas como nuestra despedida, aunque no te lo haya dicho por esa misma razón, me has tenido muy preocupado, y ni hubiese querido estar ahí pero bien sabes que tenía que ir, llevando tus excusas claro. Pero al ver lo frágil que somos y más aún a nuestra edad, me dio un frío terrible y me puse a pensar en estas cosas.
Prométeme, que cuando te vayas me avisas, para hacer yo también mis maletas...
Pero te estaba contando la ceremonia. Siempre me ha parecido que el olor de las flores cambia cuando están frente a un muerto, es como si se contagiaran de esa tristeza, que produce ver como el féretro va flotando hasta el cementerio, y digo flotando porque los que cargan la caja están tan invadidos de dolor, que, es como si también estuviesen muertos, o no estuviesen ahí. Y cuando acompañamos al cadáver por las calles, yo iba llevando los claveles, para ver si no pasaba ésta vez lo mismo, pero dio igual porque también tomaron ese aroma, a todo lo seco, y nada de flores. ¡Sí!, las flores también dejan de ser ellas, no decoran, no despiden aroma, no alegran, ni nada. Así como, quien va en el ataúd ha dejado de ser, ellas también dejan de ser. Creo, que a la tristeza de una despedida, no se le puede alejar con nada. En el cementerio las puse sobre el ataúd y los vi como entraban…, flotando, flotando, flotando.
Es increíble lo duro que pega la muerte, y como el ánimo se nos va por los suelos frente a la muerte, dejamos de pensar en nuestras vidas, y si ese hueco no fuese tan a la medida del ataúd, nos meteríamos con el muerto. En esos segundos, minutos u horas, el corazón explota y aunque quieras morderte los labios, de nada sirve porque el llanto se vuelve océanos, esa parte siempre es la peor, si es que hay algo que no sea lo peor, en estos casos, ver ese agujero tan a la medida para uno solamente, se lo traga, sin que se pueda hacer algo.
Se dio cuenta, que la voz seguía un tanto atrapada, pero no la tristeza por despedir a alguien allegado a la casa, intentó hacer las cosas no tan terribles y dijo (con un patético intento de mantener el carácter de siempre):
—Pero, para mí quisiera que lleven cobijas, porque el frío debe ser horrible, unos libros y tu foto, para ponerle en la cabecera, o mejor, que me entierren contigo para hacer el amor entre eternidad y eternidad.
¡Ay! ¡no me digas que me calle!, así me has querido siempre, serio frente a tu padre, estricto frente a tu hijo y muchas otras veces, todo un diablo, frente a ti, además, yo sé que te gustaría que te haga cariños para quitar el frío, hasta para que valga la pena morir.
Sí, ya te oí, cuando vaya a apagar las luces de la sala aprovecho para revisar de nuevo las puertas. No sé por qué, hoy estás más quisquillosa por la casa y por cuidarme como si fuera tu nieto —y para sus adentros se dijo que no le molestaba aquello, que hasta se lo agradecía porque el miedo a la muerte, es algo muy natural en los humanos, sobre todo cuando se había hecho presente la mismísima Señora Muerte.
—Y no te lo he dicho aún. Después, de la misa y del entierro estuve con Carlos, y quedó, en venir por aquí con tu nieto y tu nuera, para quedarse a dormir, así que hay que arreglar el cuarto del fondo. Creo que es buena idea, porque no te ha visto en todo el día.
Pero ya te siento mejor, y por eso ni te pregunté si seguía ese dolor, ya tienes mejor semblante, parece que te estás aliviando.
Ya te dije que no se ha metido el perro a raspar las flores
Ya deben llegar Carlos y su familia de un momento a otro…
Que sí, cerré las ventanas para que no se meta nadie
¿Si hay algo para darles de comer? seguramente estarán cansados…
Ya no insistas con tus preguntas, todo está seguro
Mejor te sigo contando de todos quienes estuvieron, hablar te hace bien, o si prefieres ya no te cuento más, mejor hablamos de lo que te dije de irnos a vivir en el pueblo, porque me da la impresión de que hablar, nos va a ayudar a superar todo esto…
La brisa desde la habitación a la que no había entrado desde que llegó, continuaba susurrando las preguntas de si esto, si lo otro, y él que ya no sabía ir, que otro cuarto del fondo arreglar, que otra luz apagar, sintió que su voz, no aguantó más y se liberó con todo la fuerza que había estado usando para esconderse y no dejar salir el dolor y respondió:
—¡Que sí, vieja maldita y neurótica que ya todo está hecho! ¿Sabes que más hice?, ¿quieres saber que más he hecho…?
Apagué todas la luces para que nadie venga o si vienen, que se vayan, porque no quiero ver a nadie, pero antes estuve en tu cama, mi cama, nuestra cama, recordando como te retorcías de dolor por tu enfermedad, y como yo, me retorcía por mi dolor de preferir que te vayas para que ya no sigas sufriendo, y la angustia de sentirme un monstruo por desear que te mueras, aunque deseaba que te quedes, pero no podía verte más así. Sí como lo escuchaste, me atormentaba el sentimiento que me golpeaba a dos manos, el querer no verte ir (eso me lo juraste), y por no verte mal.
También fui al dormitorio de Carlos para decirle que no se había ido para nosotros, porque el recuerdo de verle aprender a caminar, y luego verle caminar para irse de la casa nos había hecho atarnos a nuestros recuerdos, y en tu nombre y en el mío, me senté en su cama por horas y te tuve frente a mí, también tuve sus imágenes en esta inmensidad de cuartos. Luego me recliné sobre su almohada para darle el beso de buenas noches, pero, sólo pude hundir mi cara en ella y cuando iba a decirle que lo amábamos, un espasmo de viento contrajo mis palabras y como con un bostezo atrapado en mi garganta apenas pude sisear las sílabas, supe que me oíste decirlo y me quedé recogido, casi asfixiado por las telas. Luego fui por las medicinas, cuando me di cuenta que mis males no eran del cuerpo sino de toda una vida, resumida a una caja para un hueco tan a la medida en el que no pude entrar y quedarme, y las arrojé al baño o no sé donde, ya, que más da si no pude irme contigo.
Me puse a ver nuestras fotos de todos los tiempos, y lo que más inundó mi cuerpo de agua salada fue, que sin tu imagen, aquellas fotos simplemente hubieran sido lo que ahora son: simples sueños, porque nunca hubiese estado en esos sitios y aquella pose de felicidad…, y me entró un desenfreno por no poder retenerlas ni a ellas, ni a ti, la impotencia ante lo efímero me invadió y las quemé…
¡Vieja!: ¿Por qué el tiempo no se calla?, ¿Por qué tiene que abrir tanto la boca para decirnos que se está yendo? ¿Por qué tuvo que gritarme tu muerte?
Yo sé que me vas a perdonar que ya no siga siendo el roble, porque ya no puedo aguantar más tengo que llorar, quiero acostarme contigo, y soñar con tu presencia, de seguro lo puedo hacer, ya que hasta en los sueños te veía y ahora no entiendo, cómo te animaste a dejarme ésta vez.
¡Vieja!: ya lo hemos tenido todo.
Cuando desde el suelo,
vienen los vientos de plata,
dejando las ramas de todos los bosques,
inútiles,
se vuelve justo que los robles se dejen caer.
© JUAN PABLO MOGROVEJO
Colección narrativa:
“ENTRE LUNAS Y NAIPES”