LIBRO: CUENTOS INVOLUNTARIOS
Prólogo
Pretender establecer la voluntad de un acto, significaría dejarnos llevar por uno de esos sabrosos debates filosóficos que prácticamente no llegan a conclusión alguna.
Ya Freud nos había humillado por tercera vez al quitarnos la libertad de controlar plenamente nuestros actos; y más tarde Bertrand Russel habría de afirmar que la acción humana es motivada por los sentimientos y las pasiones, dejándole a la racionalidad un papel netamente regulador.
Es así que los siguientes son cuentos involuntarios, en la medida en que ninguno de ellos fue escrito deliberadamente para formar parte de una compilación como la que sigue y sin embargo todos –excepto el último, que es más bien un monólogo mental– comparten un mismo denominador: por un lado, la descripción de sucesos cotidianos, mínimos y fugaces, ambientados en escenarios urbanos, y por otro lado, las reflexiones seudo-filosóficas de sus personajes; denominadores que coinciden con los postulados de lo que Morin llama “la sociología del acontecimiento”, -cuyas lecturas esporádicas seguramente motivaron, “involuntariamente”, la redacción, esporádica también, de estos ejercicios.
Por otro lado, de la falta de voluntad genésica antes mencionada, se desprenden cuentos titulados forzosamente como: Ciudad o Ventana; a falta de otros sustantivos que los designen de manera más acertada y elegante, y por el capricho del autor, que pretende -¿ingenuamente?- dar una cohesión formal a todos los relatos a través de su titulación.
El primero de los textos, Ciudad, es el más extenso y descarnado, también es inmoral, pero no por llevar el crimen al plano de lo cotidiano, sino por cierta dualidad en el personaje principal –no la llamemos esquizofrenia porque sería exagerado; la dualidad, en cambio, es parte de la dialéctica humana de las contradicciones– quien, quizás por su exagerado intelectualismo, parece haber perdido los reguladores de la acción basados en los criterios de bondad-maldad.
En Ciudad, la referencia a la educación es sumamente tangencial, lo que no sucede en Colegio y mucho menos en Biblioteca, donde varios aspectos relacionados con este tema son connotativamente cuestionados. Sin embargo, espero que el lector pueda perdonar estas reiteraciones del tema educativo, motivadas de forma “involuntaria” debido a mi trabajo en esta área.
Vecindario y Afnaé son dos historias de amor, ilusas y juveniles como quien las escribió. Afnaé por su parte, es un anhelo de eclecticismo posmoderno donde intervienen, de forma bastante superficial, lo comercial, lo popular y lo filosófico. Mientras que Ventana, cuyo título original era Contemplación desde la ventana –parafraseando un relato de Kafka-, puede ser visto como otra historia de amor, mas no pasa de ser una amalgama proveniente de la confluencia coincidencial y simultánea de tres sucesos: una efímera experiencia personal, la lectura de las últimas páginas de la primera parte de Madame Bovary y el relato de Kafka mencionado.
En cuanto a ¡Bang!, como ya se dijo, aparenta ser un monólogo mental y difiere de los otros relatos en casi todos los sentidos. Muchos lo han catalogado de narrativa experimental y podría pasar sencillamente como un ejercicio de taller literario. ¿Por qué está aquí? Porque todos tenemos una piedra en el zapato, o porque sólo ante la diferencia se reconoce la identidad, o quizás porque el editor pidió que el número de páginas sea múltiplo de cuatro...
A mi madre por su ayuda inmarcesible,
y a Cristian por su constante amistad.
Sin ambos jamás habría escrito esto.
Uno
CIUDAD
El Dulcolax hizo efecto desde las cinco de la mañana pero no me levanté hasta veinte para las seis. Fui al baño, me desfondé, luego cambié de piel y salí a tomar la leche de siempre con café y pan de agua.
Subí a la terraza para ver el clima: el alba despuntaba nítida por el horizonte pero el resto del cielo tenía espesas nubes y el viento soplaba del Este, significaba que iba a oscurecer a media mañana y posiblemente llovería en la tarde –la noche jamás he podido predecirla. En tal virtud escogí mi ropa, me vestí y salí de casa.
No había nadie en la calle. Era las siete en punto y no tenía clases hasta las ocho, decidí tomar la escalinata y salir caminando de la Vicentina. Al final del ascenso di alcance a una muchacha dirigiéndose también a clases, me acerqué a ella en el último escalón, puse mis manos bajo su falda y apreté sus nalgas con fuerza. No dije nada –como me lo recomendaron-, en cambio ella se asustó, dio un grito, empujó sus caderas hacia delante queriendo soltarse y finalmente me llamó imbécil.
Crucé la calle y seguí subiendo sin nadie al rededor. Llegué a la parada de buses y me senté a esperar, miraba al vacío cuando arribó el bus que necesitaba, busqué un puesto a la ventana y seguí escrutando el horizonte. Un transporte escolar se paró junto a mí en el semáforo, desde su ventanilla la muchacha de la escalinata me miraba perpleja, no la reconocí hasta que su bus se puso en marcha y desapareció.
Llegué a la universidad y todos estaban alborotados como un panal en guerra –La Colmena viene a mi memoria. Entré en mi oficina y al ver el calendario de pared recordé que el día de hoy estaba marcado con rojo porque eran las elecciones estudiantiles, no había clases, sólo los docentes veedores debían acudir.
Pensé lentamente “ojalá me lleve la que me trajo” y salí, no saqué mi maletín del closet porque planeé hacer al siguiente día lo mismo que iba a hacer hoy en cada curso: hablar lo que me acordara sobre el tema determinado en los Contenidos Programáticos y al final mandar un ensayo acerca de lo mismo.
En las afueras del campus me encontró un colega, era veedor, dijo estar emocionado por hallarme ahí, me habló de responsabilidad social, de los deberes ciudadanos, de Marcuse, de libertad, de revolución… mientras tanto yo recordaba una reseña acerca de La fuerza de Scheccid donde el periodista decía irónicamente que si algo se aprendía de ese libro era la Fórmula triple escucha-calla-asiente, indispensable para acercarse a ese y otros libros o personas semejantes.
Cuando me despedí, le dije que iba a desayunar para volver luego pues no había comido nada por llegar pronto a la universidad; él se estremeció por completo (creo que hasta tuvo el deseo de lanzarse a abrazarme) y su cara adquirió una expresión extraña entre la ansiedad y la emoción, como la que debe haber tenido el perro de Pavlov al escuchar su campanilla.
Ya en la calle hice varias llamadas. De mis amistades sólo una tuvo tiempo para hablar; quedamos reunirnos en el café de siempre a las doce y treinta.
Tomé un bus hacia el sur, estaba casi lleno, aún así logré sentarme a la ventana, cerca del final, junto a una anciana que despertó sobresaltada y me maldijo cuando intenté pasar al asiento adjunto. Planeaba quemar las horas vacías en la biblioteca municipal, en alguna librería del centro o en la misma cafetería acordada, sin embargo la venerable me contagió su sueño y dormí casi tres horas en el bus. Cuando desperté, tenía la boca abierta y un hilillo de saliva hasta el mentón, me acomodé en el asiento y me limpié la boca con el puño de la camisa, ahora había una señora a mi lado que me veía con repugnancia.
Al momento de bajar el ayudante me cobró tres pasajes. Mientras dormía el bus había completado dos vueltas, ésa era la tercera; afortunadamente desperté cerca del sitio donde debí quedarme desde el principio. En mis adentros agradecí que nadie me hubiese despertado en alguna de las estaciones. Ya eran la doce y diez y el cielo se había cerrado.
Llegué a la cafetería y tomé la mesa del rincón, ordené un capuchino mientras esperaba a mi compañía pero tuve la urgencia de ir al baño: las pastillas aún hacían efecto, no debí tomar dos tabletas y media.
Me senté en un trono caqui –supongo que el color combina fonéticamente con el servicio prestado- y mientras me sonaban las viseras, recordé que había tenido un sueño cuando dormía en el bus: me encontraba mirando un cuadro que emulaba al “Vuelo de los tigres”, pero éste era más opaco, con una pantera saltando hacia un hombre joven que se levantaba de su cama, envuelto en sábanas blancas, mientras una anciana le hablaba en forma recriminatoria.
Freud diría que la pantera y la cama son símbolos libidinosos, no lo creo así, la primera es una herencia de Dante y la segunda sólo es un punto de vista por libre asociación, otros analistas suelen decir que las panteras representan una conjunción entre miedo y poder, mientras las camas pueden significar fragilidad. Quizás tengo un conflicto social, quizás la Fórmula escucha-calla-asiente no funcionó en el inconciente.
Salí del baño veinte minutos después y ella ya estaba en una mesa. Saludamos, ordenamos abundante comida y hablamos de todo. Al final me preguntó sobre el día de hoy, se interesó mucho por el incidente con la muchacha, quería saber qué ropa interior llevaba puesta pero no me había fijado en eso, creo que se molestó, debió pensar que no confiaba en ella, dijo que esos detalles no se pasan por alto.
Pagué toda la cuenta por si había algún resentimiento que enmendar. También iba a acompañarla cerca de su casa pero me invitó a tomar algo en un bar de por ahí, prometió que sería sólo una hora. Ya eran más de las cuatro y empezaba a garuar.
El sitio no era grande, tampoco estaba lleno; afortunadamente no se trataba de un karaoke, sólo se escuchaba música de consola. Nos sentamos en la mesa del fondo y ordenamos el vodka con naranja de siempre. No hablamos, de vez en cuando nos mirábamos y sonreíamos. Casi al terminar su vaso me dijo: “aún no me preguntas sobre él”, respondí que lo había olvidado. Terminamos nuestras bebidas y pedimos dos más de lo mismo, entonces le pregunté acerca de él. Me contó todos los eventos de la última semana mientras yo aplicaba la Fórmula. Al final pidió mi opinión, le dije que así es la vida, que las cosas pasan por algo y permanecimos callados escuchando la música hasta vaciar los vasos, entonces empezó a hablar despectivamente acerca del miedo y el silencio.
Al salir ya eran las siete de la noche y había escampado. Quise acompañarla pero se negó; detuvo un taxi y se fue humedeciendo mi mejilla con un beso viscoso. Caminé hasta San Blas para tomar el bus a mi casa, la noche no tenía luna ni estrellas, tampoco había gente en la parada; mientras llegaba el bus me entretuve mirando “el regreso de las oscuras golondrinas” a las esquinas de la Manabí y 10 de agosto. Una de ellas se me acercó, tenía el cabello negro revuelto, parecía indigente, su abrigo parecía sacado de la basura y su rostro sólo tenía la ceja derecha, bajo el brazo traía un largo paraguas sin mango.
Con la misma voz ronca de sus congéneres me dijo: “oye papi, regálame veinticinco centavos pal bus”. Le dije que no tenía pero insistió. Sólo traía una moneda de cincuenta para el pasaje y unos pocos centavos más, le di aquellos. Me miró con rabia, me dijo cabrón, se acordó de mi mamá; metió sus manos ásperas en mis bolsillos, no encontró nada, la moneda de cincuenta la tenía en la mano; se indignó y de un manotazo me quitó los lentes. Cuando se alejaba me regresó a ver dos veces con sus ojos negros desorbitados, luego desapareció por una esquina. Como desde el inicio, continué pegado al poste mirando el paisaje (ahora alborozado), hasta que llegó el bus.
Cuando subí estaba vacío pero se llenó en el trayecto. El aire se volvió sofocante, abrí la ventana pero un anciano me llamó irresponsable y desconsiderado para con sus pulmones y los de toda la gente. Lo insulté en silencio, yo también había pensado en la gente que estaba ahogándose.
Como no lo soporté más, decidí quedarme antes para bajar por las escalinatas tomando aire. Intenté bajar por la parte posterior pero había un papel de cuaderno a cuadros escrito con marcador rojo que decía: “puerta en mantenimiento”, tuve la sensación de haber recibido un escupitajo en la cara. Caminé por el pasillo empujando mochilas, maletines, fundas y traseros hasta llegar a la puerta delantera, cuando logré bajar vi que me había pasado tres cuadras de las escalinatas. Empecé a descender por otro camino.
La calle tenía casas a la derecha y unos matorrales a la izquierda. En la otra dirección venía una niña con su mochila a cuestas, no había nadie más. Me acerqué y leí en su calentador: Escuela de Niñas María Augusta Urrutia. La tomé de espaldas y le tapé la boca con una mano, metí la otra en su pantalón y rasgué sus entradas. Cuando la solté intentó gritar pero no pudo. Murmuró quedamente “mamiii” mientras la sentaba en la acera para que no se cayera. Seguí caminando y en la esquina me volteé para cruzar la calle, la vi iluminada momentáneamente por las luces de los autos que bajaban, continuaba sentada en la acera sollozando con las manos entre las piernas. Desde aquella esquina sólo faltaban dos cuadras para mi casa.
Llegué al portón y saqué las llaves, sólo entonces me percaté que tenía la mano derecha ensangrentada. Entré, calenté agua para lavarme las manos, llamé al KFC por algo de comida y me dijeron que espere veinte minutos. Llamé también a mi hija que había dejado un mensaje en la contestadora, no respondió, debió haber salido a festejar el cumpleaños de su madre.
Ya ha pasado media hora y no llega la orden, mientras espero voy a tomar otro par y medio de Dulcolax, no me importa tener urgencias todo el día, no pienso volver al tratamiento de las hemorroides por estreñimiento.
Dos
COLEGIO
En sexto curso de secundaria hay un gordo grande y presumido, su aspecto se asemeja al de un cerdo, pero no al de uno que está vivo, sino al de aquellos chanchos sin pelo, con el cuero tostado y colgados de un garfio por el hocico, listos para ser convertidos en pequeños trozos de lonja fritada.
En el mismo lugar se encuentra un flaco y escuálido personaje, al contrario del anterior, éste parece “una soga con un nudo en el medio” y sus compañeros se burlan de él llamándolo Calcibón, Osteoforte y otros nombres de suplementos vitamínicos para los huesos.
El gordo, en su afán de ser aceptado por los demás, tiene las típicas actitudes del mediocre falto de atención, cuyos padres aún le meten supositorios; es decir: trata de ser el centro del grupo haciendo bromas desagradables y si alguien no le hace caso, lo muele a golpes.
Por su lado, el lastimero flaco no es más que un callado espectador de la existencia, deja pasar la vida y el tiempo frente a sus narices y no hace nada más; a él no le importa la atención, el mundo le es indiferente y, como decía mi abuela: “vive chupando la sangre de los demás”.
Estos dos patéticos personajes no se soportan, o mejor dicho, el primero no puede ver al segundo, porque éste nunca le hace caso ni lo toma en cuenta.
Cierto día, ambos se encuentran en un grupo hablando con otros muchachos; el gordo empieza a hacer gala de su estupidez tratando de imitar a un oso. El cuadro es tan patético que el flaco sonríe con ironía y en silencio, mientras mueve la cabeza lado a lado.
El gordo se da cuenta de aquello y sale corriendo tras el tísico para reventarlo de una vez por todas, pero como éste es más ligero le lleva la delantera. Luego de tanto correr, se acercan al borde del instituto y el flaco se apresta a cruzar los carriles de la avenida: salva con éxito el que va de norte a sur, pero en el de sur a norte lo atropella un 4X4 que le hace volar unos cinco metros por delante y luego rueda otros dos metros más por el asfalto. Al mismo tiempo, en el carril norte-sur el gordo es atropellado por un camión F-150;
él no sale volando, sino que cae al asfalto secamente y el carro lo pasa por encima, pero como el gordo tiene tanta masa, no cabe bajo el carro y los conductos del chasis le arrancan la ropa, la piel y la vísceras, las que terminan esparcidas dos metros a la redonda, entre sangre y fluidos viscosos de colores.
Al final, el flaco queda entero y vive -aunque con los huesos rotos - unos minutos más que el gordo, quien reventa como esos grandes gusanos blancos que salen por las noches de entre las viejas maderas húmedas en las casas campesinas de las zonas tropicales.
Seis
AFNAÉ
Amo lo que ves y lo que tocas.
Amo lo que no es y lo provocas.
Amo tu frialdad ante la vida.
Amo tu verdad aunque es mentira...
“Amor de Tele”
Y de pronto, en el escenario, apareció la joven Afnaé Nukovski; ya la habían mencionado antes que entrara y su nombre me pareció provenir de algún Estado en Europa Oriental, pero al no estar seguro, preferí imaginar que venía de Rusia… era lo más sencillo.
Su cabello largo, negro y ondulado hasta más abajo de los hombros; ese traje amarillo de una sola pieza con lentejuelas doradas en el pecho, dentro del cual se contorneaba su cuerpo; y ese hermoso rostro de ojos negros que dejaba notar a las claras sus 18 años, me cegaron desde el primer instante.
Con sus movimientos libres y airosos alrededor de las butacas delanteras, sus actos de equilibrio y gatos amaestrados, su constante sonrisa para atraer al público y con la armoniosa danza de esas ágiles mariposas que eran sus manos, ella hizo que mi vida marchara al ritmo de sus bailes alegóricos… me enamoró y por unas horas, entre sueños, me sentí dichoso.
Pero la gloria de mi enamoramiento llegó al final de la función: mientras me hallaba en la última butaca de una fila que daba al pasillo, listo para marcharme, ella pasó corriendo firme y decidida desde la parte de atrás, haciendo sonar sus tacones negros en la plataforma metálica, toda sonriente y con las manos levantadas, agitando los brazos y permitiéndome respirar el aire que su cabello alborotaba en medio del trote.
En ese instante fue mía, la abracé, la besé y me enredé en su pelo por una eternidad que duró hasta cuando el aire que habíamos respirado juntos y el fresco aroma que exhalaba su cuerpo, desaparecieron del sitio donde me encontraba.
Luego ya no pedí ni esperé nada más de ella, me sentí conforme; y aunque pude haberla buscado después de la función o en los otros días que el circo estuvo en la ciudad, decidí no hacerlo: mi amor era una imagen sensible que se habría desvanecido al menor contacto con la realidad.
Porque de eso se trató mi irracional pensamiento que llamé amor: fue la imagen de un Otro que yo mismo creé en mi cabeza, un artilugio de la maya social, que siempre me lleva a preguntar si al menos esos Otros saben lo que ellos mismos son en realidad.
Siete
¡BANG!
No sé a quien quise más, ni siquiera sé si algún día quise en realidad a alguien…
Sí, es verdad, lo di todo, entregué hasta la última gota de esperanza y esfuerzo; pero siempre hubo nada....
Claro, puede ser que todo este fiasco se haya dado por culpa de mi silencio. Si, tiene razón, todo esto es mi culpa, pero no porque yo lo quisiera, sino que así fue siempre y en contra de mi voluntad. Nunca he podido decir algo para defender lo mío. Imagínese que en mis anteriores años tenía un gato, era de un café muy claro, parecía estar cubierto de dulce de leche con líneas apenas visibles de crema y natilla; en casa lo llegaron a odiar tanto que lo desterraron al campo, allí murió seis meses después, y nunca dije nada para que cambiaran de opinión, para defenderlo; muchas veces lo maltrataban y yo no hacía algo por él, sólo miraba y escuchaba, pero nada más. Y lo peor de todo es que yo mismo lo llevé de la casa para dejarlo en esa cabaña que sería su tumba....
Puede ser que usted me entienda y por eso trate de convencerme diciendo que no era mi culpa, que debía obediencia a mi familia, que esa era mi forma de ser… pero mire usted, déjeme decirle una cosa: ¡¡Váyase a la mierda con su psicología barata!! A mí ya no me convence ¿y sabe por qué? Porque ya estoy harto de mi forma de ser, de mi educación, de mi carácter, de toda mi personalidad de mediocre sentimentalista al cual todo el mundo trata de “ayudar” con cursis discursos de auto-superación y de esperanza, pero nadie hace algo por tender una mano de ayuda verdadera…
¡No, no, no! No me diga que me calme y que trate de hablar como una persona civilizada. No quiero entrar en discusiones sobre lo tan civilizado que se jacta de ser usted y la bazofia de gente que lo rodea, porque el verdadero significado de esa palabra está muy lejos de lo que son ellos y usted mismo....
¡Ya basta! No me pida disculpas por sus errores para con los demás, ni trate de justificar sus pecados conmigo…
¡Pero ya cállese! ¿No se da cuenta cómo nos estamos desviando del tema? Y todo por culpa suya....
¡Pues sí, sí! Usted tiene la culpa y si no le gusta entonces lárguese y déjeme en paz que yo nunca le pedí venir, mucho menos que me escuchara; porque así como nunca dije nada para salvar a mi gato, mi árbol o mi novia, tampoco he dicho ni diré nada por mí, ni siquiera para desahogarme ¿y sabe por qué? Porque yo aprendí a comer....
Aquí tiene su abrigo y muchas gracias por la visita, a pesar de que no la necesitaba. Por cierto, una cosa más, no quiero volverlo a encontrar por aquí o de lo contrario me veré obligado a atravesarle la cabeza con este pica-hielo, y no creo que sea muy agradable morir así....
¡Eso, corra, huya, grite! ¡Gríteles a todos que estoy loco! ¡Sí, que estoy loco! ¡Que traté de sacarle los ojos con un pica-hielo! ¡Eso, avíseles a todos! ¡Advierta al mundo de mi peligrosidad! ¡Denúncieme! ¡Haga que me encierren en un hospital! ¡Grítele a los cuatro vientos que perdí la razón! Porque yo mismo me encargaré de desmentirlo en este instante. ¿Y se imagina cómo? Pues escogiendo la decisión más sensata y cuerda que un ser humano puede tomar. Haré lo que debí haber hecho hace mucho tiempo y lo que debería hacer usted y toda la basura que hay en el mundo. ¡Haré esto…!
© PAÚL MIÑO ARMIJOS
Colección narrativa
“ENTRE LUNAS Y NAIPES”